Redes capitales

 

Por todos es sabido que las denominadas redes sociales han alterado notablemente, revolucionado dirán los cursis indecentes, nuestros hábitos, nuestras costumbres e incluso nuestra forma de relacionarnos con el resto de bípedos implumes, habitantes de este mundo en deconstrucción. No tiene uno más que ocupar su asiento, si quedan libres y no los necesitan los ancianos, las embarazadas y las madres o padres que acarrean bebés cerca de su seno, en el transporte público y se detiene a observar a quienes le rodean: el noventa y muchos por ciento se encuentra abducido por los pequeños extraterrestres que habitan en las redes sociales de sus teléfonos móviles. El uno por ciento restante lee un libro y se encuentra catalogado por el Ministerio de Medio Ambiente como especie en inminente peligro de extinción.  La conversación de tú a tú, extinguida del todo.

            Pero si uno, de naturaleza curiosa y viendo a todos los abducidos, se detiene a observar sus (que sí, que yo también las tengo) redes sociales llega a múltiples interpretaciones, ahora denominadas lecturas, será porque ya nadie lee y hay que reutilizar la palabra, entre ellas una que van entroncada con los siete pecados capitales, o al menos con algunos de ellos. Y con esto, mi único lector habrá abandonado la lectura al intuir que lo de hoy será más sermón que artículo.

 Siento decepcionarle.

Pero, como decía, los pecados capitales, a día de hoy convertidos en rasgos de personalidad disruptivos de la misma y, como no puede ser de otra manera, carne de cañón de la sala de espera de la consulta del psicólogo, se ven reflejados e incluso exaltados en las redes sociales al uso.

 Veamos:


Tenemos la lujuria en todas las redes sociales. Lujuria en las imágenes que se hacen virales de modelos, de ambos sexos, que no géneros, escasas de ropa, en posturas incitantes al deseo sexual y que genera que los usuarios imiten sus posados y sus exabruptos fotográficos de morritos, resalte de nalgatorio y lengua concupiscente, lo cual ha provocado que se normalice el envío de las conocidas como fotopolla a la chica o chico al que se quiere conquistar. Entre otras aberraciones.

La gula se manifiesta en cada vez que salimos a comer con la familia, con el amante o en la más absoluta y triste soledad y hacemos la foto preceptiva de las viandas que nos vamos a embaular. Da igual que sea en el restaurante cinco estrellas michelín, en el bar de bocata de calamares de la Plaza Mayor o en la hamburguesería cutre de la esquina, el caso es que hay que mostrarlo. La comida antes se comía, ahora se fotografía.

El pecado de la avaricia se muestra en esas fotos de nuestro flamante último modelo de vehículo, con miles de caballos de potencia y con la increíble capacidad de poder entrar sin ser multado por el centro de Madrid, Barcelona o Sevilla, que, por otro lado, como los pecados, también son capitales. O en ese modelo recién llegado de la lejana China repleto de lentejuelas  barnizadas con la imprimación del lujo de la avaricia y esos zapatos de tacón de aguja que qué bien quedan con el blanqueamiento dental al que me he sometido.

La pereza es esa manta que nos tapa los pies en el sofá frente a la televisión, devorando capítulo tras capítulo de la serie de moda sin más esfuerzo que el de deglutir uno tras otro los fotogramas. Finde de peli ( o serie), mantita y sofá.

La ira tiene forma de pajarito, ahora de X de empate en la quiniela. Lugar virtual donde el despotricar contra todo o contra todos sin saber muy bien por qué es el pan nuestro de cada día. Lanzar flechas envenenadas que creemos que salen de nuestra inteligencia y, una vez analizadas e incluso sin necesidad de ello, no son más que diatribas que responden a los mantras que nos taladran desde uno u otro lado del espectro político, que, por cierto, siempre confluyen, aunque no se lo crean, y que repetimos como esa urraca a la que el labriego crio y la enseñó a repetir palabras y ella, muy obediente, las decía sin ton ni son.

Los dos últimos pecados capitales son la envidia y la soberbia. Estos van unidos en todas las redes sociales, pues uno pone su foto, con mil filtros, en la fiesta de Blas, comiendo en el mejor restaurante de Puerto Vallarta en las mejores vacaciones jamás pasadas o un posado sonriente en la cumbre del Aneto, verbigracia, con la única intención de provocar envidia en el resto de seguidores, followers (¡malditos anglicismos!) o familiares relativamente cercanos, porque parece que si no se cuenta, hoy, si no se publica en las redes sociales, es como si no lo hubieras vivido. Y, al provocar esa envidia (no hay nadie más envidioso que quien se cree envidiado a todas horas) entre gente que conoces, gente que te sigue pero que no conoces y cuentas que no son personas pero suman tu número de seguidores, uno se siente poderoso, se siente con capacidad de influir en los demás, se siente el maldito rey o reina de este jodido mundo…Y eso, eso en mi pueblo, es soberbia.

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