La agonía del acomodador

 

De un tiempo a esta parte, se está quedando afónico el sonido circular del carrete en la sala de proyección; de su ventanilla, una luz apenas viuda, entristecida y moribunda se asoma para caer al patio de butacas donde el eco del silencio se ha hecho fuerte. El uniforme azul chófer del acomodador se apolilla en el armario de la tristeza; la luz de su linterna se ha fundido, los filamentos de su bombilla se han resquebrajado por la artritis de la falta de uso. Poco a poco, las salas de cine se convierten en un escenario falto de actores, de tramoyistas y de apuntadores muertos por las balas disparadas en el argumento de la última representación.

            Lejos han quedado las colas que circundaban los edificios de los cines, donde los sueños se materializaban en la sagrada forma del celuloide. En las minúsculas ventanas de las taquillas donde se despachan entradas para ver un cielo de dos horas de duración, cuelga el cartel de cerrado. En las butacas de asiento abatible, el mullido del tapizado no se hunde por el peso de las sesiones dobles.

No quedan manos que se oculten a los ojos indiscretos, guareciéndose bajo la ropa interior de un acompañante en la fila de los mancos. Los besos furtivos que se engrandecían en la penumbra del blanco y negro se han trasladado de lugar, dejando sobre el respaldo del asiento el aura de furtivismo y de aventura. Ya no encuentran las parejas ese hábitat atractivo para que su amor se fragüe entre saliva, pulsos acelerados y manos expertas en el arte de la prestidigitación, siempre bajo la mirada atenta de cabareteras en bares del lejano Oeste o de pupilas azules de centuriones romanos o de sonrisas perfectas de rubias de Hichtcock que barruntan el olor a miedo.

            La fila de los mancos era la excepción que confirma toda regla indeleble de que a las salas de cine se iba a ver cine. Porque la gente abonaba su entrada para ser absorbidos por una pantalla de dimensiones sobrenaturales e introducirse en la vida, a veces sórdida, a veces grandilocuente, de unos personajes que, en la duración del metraje, se convertían en personas de carne y hueso, con sus sentimientos a flor de piel, a los que dedicábamos toda nuestra atención.

 Al cine se iba reír con la disparatada verborrea de los hermanos Marx, incluida la de Harpo; se iba a llorar con los dramas donde se desnudaban los sentimientos, las debilidades y las desdichas humanas; se iba a vibrar con las películas de acción: bélicas, de romanos, de aventuras imposibles alrededor del orbe. En definitiva, se iba a soñar y a desprenderse de la túnica con la cual cubre sus vergüenzas la odiosa rutina. Los cines eran los templos con planta basilical adonde el público acudía para no perderse ningún detalle que les dejara in albis del desarrollo de la trama, urdida ésta en los vericuetos de la genialidad del director de la película, o no disfrutaran de los cruces de piernas sensuales de las actrices protagonistas o se les escapara el torso descubierto del actor de moda en el mundo del celuloide.

            Se estaba concentrado.

            Pero los parámetros de la concentración han variado sobremanera. A nuestras manos les ha surgido un apéndice nuevo, dotado de pantalla, conexión a internet y desconexión de la vida. Un apéndice abastecido por el extraordinario poder de no mantener alerta nuestros sentidos ni siquiera cuando nuestra vida corre serio peligro. Ha logrado cambiar nuestra capacidad de atención y, por ende, nuestra aptitud para concentrarnos. Existen tal cantidad de estímulos en esos pocos centímetros cuadrados de redes sociales, nubes digitales y coltán, que se ha modificado nuestra manera de relacionarnos con el cine, con el arte, con la cultura, con las personas que nos circundan, con nosotros mismos. Y al cine, a la cultura y al arte no les ha quedado otra opción que adaptarse (o morir) al nuevo tipo de espectador. Un espectador que no quiere (o no necesita) acudir a una sala de cine donde, a una hora determinada, se proyecte un largometraje, pues ya lo puede ver en su casa, con una pantalla tan grande como ridícula es su biblioteca, a la hora que le dé la real gana y con el superpoder de dar al botoncito de pausa para proceder a consultar en su móvil ese meme tan divertido que acaban de colgar en el grupo de whatsapp de los antiguo alumnos del colegio Miguel de Unamuno, para preguntar a su novia si le aprieta el elástico del sujetador que le regaló por su aniversario o para echar una ojeada precoz a su insta, no vaya a ser que algún influencer de los que sigue haya puesto un reel en el que llora a moco tendido porque una avería a nivel mundial le ha dejado cinco segundos sin conexión a internet.

            La atención se diluye y las películas (¡qué digo las películas, el mundo entero!) se adecúan a estas nuevas formas de visionado. Las tramas son cada vez más someras, con una ligereza y una simplicidad que a veces se convierte en insulto y que va acorde con nuestra concentración. Los personajes son homogéneos, elementales, pandos y de acciones más que previsibles. La duración de los metrajes se acorta para que al espectador acostumbrado a videos de diez segundos, la película no se le haga una eternidad.

            Los templos con planta basilical de las salas de cine no sólo han perdido espectadores, también han perdido la sacralidad de ser los últimos lugares de concentración en hacer algo y sólo algo, en este caso ver cine, en tiempos donde la atención se diversifica y las condiciones para concentrarse se pierden.

 Y si la concentración se pierde, perdemos todos.

            Y eso que hablamos de cine, una arte audiovisual en un mundo audiovisual. Imagínense el papel de la literatura.


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