Adolescencia y música celta


Todos hemos pasado por ahí. O al menos deberíamos haberlo hecho. Y, la gran mayoría, la hemos superado de una u otra manera. Otros, sin embargo, a pesar de peinar canas en ciertas partes de su anatomía, siguen buceando por los mares de la inmadurez, donde la responsabilidad es un delirio y uno se defiende en el marasmo de sentirse cómodo en una habitación (ergo mundo) hecho a su medida. Escribo sobre una etapa compleja de nuestras vidas. Una etapa de cambios físicos, de cambios morfológicos, sexuales y emocionales. Una etapa de abrazo a una adultez dispuesta a convertirse en demasiado larga. O no.

            Como el único lector que sobrelleva con estoicismo mi sarta de tonterías habrá deducido, me estoy refiriendo a la adolescencia. Sí, la parte de la vida humana más absurda, tonta y que pide a gritos el bofetón de la existencia pura y dura de la madurez. La gran mayoría de las personas que circunnavegamos el primer mundo poseemos un claro y bonito (no siempre) recuerdo de esa niñez que, muchas veces, hemos vivido y, otras, idealizado; pero pocos son los que recuerdan con cariño la fase que transcurre entre la felicidad pueril y la roca de pedernal de nuestra juventud con vistas a una edad adulta no siempre alegre, buena o feliz.

            Lo cierto es que, aunque la pátina de cariño que suelen tener lo bonitos recuerdos no cubre de los catorce a los dieciocho (más o menos), es un periodo vital de descubrimiento de una serie de factores que nos van a acompañar el resto de nuestra existencia. La rebeldía de la que uno hace gala se basa en conocimientos que se van adquiriendo y se van metabolizando en forma de moléculas de personalidad. Desde la sonrisa de esa chica que siempre se ha sentado a nuestro lado en clase y de pequeños desdeñábamos, hasta la ropa que elegimos como pancarta certera y reivindicativa de lo que creemos que es nuestra identidad, pasando, sin duda, por la música que, si está bien seleccionada y elegida, seguirá nuestros pasos durante muchas décadas, marcará a fuego todo lo que vendrá.

            Y de música también he venido hoy a hablar, querido y, según las estadísticas del blog, único lector. Porque la música que escuché durante mi adolescencia marcó mi personalidad, mi aventura interestelar de la memoria y el cuento de Roald Dahl de mis emociones. Y no puedo olvidar aquella vez en la que un buen amigo, que no lector, me prestó un disco de un tipo de música que hasta ese instante, inolvidable instante, nunca había tenido la suerte de poder escuchar. Era un disco de Celtas Cortos. Música celta de raíz ibérica. Del grupo con nombre de cajetilla de tabaco (ibérico a más no poder) a otros grupos que se movían por el orbe de las gaitas, las flautas y las mandolinas había un solo escalón. Y ese escalón tenía tatuado en su frontispicio el nombre de The Pogues. Una mezcla rara, heterogénea y con gran éxito de unos jóvenes irlandeses asperjados por los vapores etílicos del punk inglés.


            The (Los) Pogues eran diferentes. Eran muy punkies para el ambiente folkie irlandés y demasiado folkies para los punkies de Londres; eran una miríada de músicos con gancho y el cantante era muy feo, con dientes desarmonizados y voz de botella rota. Y, ya se sabe, en unos años ochenta y noventa donde triunfaban los Mili Vanilli y grupos así, donde no había músicos ni cantantes ni nada, sólo técnicos de sonido, dinero invertido y sumas estratosféricas embolsadas por caras guapas y sus inversores, tener un cantante feo, alcohólico y con una fuerte tendencia hacia las adicciones no era lo que se dice muy comercial, aunque, por desgracia, común.

            Shane MacGowan, que así se llamaba (cómo me duele ponerlo en pasado) el cantante, ha fallecido no ha muchos días. Shane llevaba demasiados años opositando a la plaza ofertada por la muerte joven. Y el pasado 30 de noviembre de 2023, tras muchos intentos, logró aprobar la oposición, y con nota. Una vida disoluta, cercana al mito del vive rápido, muere joven y deja un bonito (en este caso no) cadáver. Shane ha vivido rápido, se ha bebido la vida a sorbos largos y resacas combatidas con pintas de Guiness; para los cánones actuales, ha muerto relativamente joven, aunque ya en edad de jubilarse y, sobre todo, no ha dejado un bonito cadáver, la enfermedad lo consumió como el oxígeno circundante a la brasa consume una colilla mal apagada.

            Shane me dejó un buen puñado de buenas canciones con la capacidad de acompasar el sonido que anida en su música con el ritmo de mis pasos por el camino vital que me ha tocado recorrer. También me dejó muy buenos recuerdos de Fiesta, Irish Rover o Dirty old town, escuchadas todas ellas en momentos labrados con tinta indeleble en mi memoria. Pero una cosa más importante fue que me llevó de la mano a otros grupos, a otros músicos del espectro celta que me transportaban a espacios oníricos o legendarios que han dado forma a mis sueños, a mis escritos y a ese mundo de ficción tan embelesador y necesario para el desarrollo de mi vida. Tanto me ha influido su música que alguna vez fantaseo con la idea de que en mi entierro suene por los altavoces su canción The body of an american, tal y como ocurría cuando un policía fallecía y sus compañeros, en complicidad con los trabajadores de la funeraria, le llevaban, de cuerpo presente, a tomarse «la última» en una taberna irlandesa de Baltimore, amparados por la nostalgia de los acordes de este tema. Este fantaseo mío sucedía en la ficción de la serie The Wire, una de las mejores series jamás rodadas. ¿He dicho una? La mejor serie.

            Descansa en paz Shane. Y gracias.

Comentarios

  1. Y llegará el día, cada vez más cerca, en que alguien escriba sobre nosotros, querido amigo. D.E.P Shane MacGowan. Grandes por siempre Los Pogues.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Palabra

A la sombra de la memoria

Bellos amaneceres