Agoreros guerracivilistas
Los agoreros
de tal o cual lado del espectro político maloliente que nos circunda (o nos
circuncida), ante el revuelo y la confusión reinante de estos tiempos modernos,
han comenzado a incluir en el relato, teledirigido, por otra parte, por los
prebostes de las ideologías que cada uno profesa, las palabras guerra y civil.
Guerra civil.
Imagen de Karabo Spain No
pueden hacer otra cosa que comparar la situación vivida en este momento con la
que sucedió en épocas segundorrepublicanas
donde terminó de germinar otro más de nuestros conflictos entre hermanos o
compatriotas.
Es cierto
que las dicotomías políticas se han exacerbado y la grieta que separa a las
bancadas del Congreso tiene aspecto no de grieta sino de sima. La
polarización, el contigo o contra mí (el famoso plata o plomo de los narcos
colombianos en versión castiza) o la separación ideológica entre los miembros
de una misma familia parece más insalvable que nunca. La crispación política se
infiltra en las discusiones de taberna. En las puertas de los colegios. En las
conversaciones nimias de la tendera con el cliente. Todo parece regido por una
mano invisible pero palpable con el apellido política.
Toda esta confrontación, si uno rasca un poco el barniz de
la superficie, es una artimaña y una enorme mentira. Pues si se indaga un poco,
uno descubre que los partidos políticos con la capacidad de representarnos,
todos, están formados por la misma masa madre, no existe tanta distancia entre
ellos y la separación de la cual hacen alarde e intentan hacernos creer, sólo
lo es en aspectos superfluos fácilmente superables. Pero en materia de
cuestiones profundas son los mismos perros ataviados con abriguitos diferentes
para combatir el frío. Todos los partidos beben del mismo pútrido manantial de
aguas negras. Todos se alimentan de la misma hez con la que envenenan al
pueblo. Todos se enrocan en la misma jugada en la que se arrellanan en la
poltrona de la cual es imposible apearlos. Y, mientras tanto, seguimos a pies
juntillas sus dictados, bebemos del pútrido manantial, deglutimos la misma
mierda y hacemos posible el enrocamiento que los acomoda en el sillón de orejas
de la vida plácida.
En los
prolegómenos de la Guerra Civil de 1936, las castas políticas se vestían con
los mismos atuendos que la actual, de ahí las inevitables comparaciones de los
agoreros. Pero, a diferencia de lo que hoy ocurre, la gente pasaba hambre, el
campo era un erial incapaz de ofrecer el alimento suficiente para alimentar a
personas de manos encallecidas sin remedio y los habitantes de las ciudades se
debatían entre el insano trabajo en las factorías y la picaresca auspiciada por
el eco del vacío de sus andorgas. Y aunque esto nos diferencia de todos
aquellos hombres (hoy las paguitas, las redes sociales y el hecho de sentirnos
ofendiditos por cualquier trivialidad alientan el sopor vital de nuestras
conciencias), el abismo que nos aleja no son solo los noventa años de
diferencia ni la Guerra Civil ni la Segunda Gran Guerra y todas sus consecuencias.
No. Es la gallardía. Gallardía para saber quiénes somos. Gallardía para no
dejarnos mear encima y entretanto nos digan que hace malo y por eso llueve.
Gallardía para evitar que nos aplasten el futuro y, sobre todo y ante todo, el
de nuestra prole o descendientes .
Pero hemos dejado de cultivar esa gallardía regada desde que somos apenas una semilla con el agua de la tradición, abonada con el mantillo de la cultura (la adquirida en casa y la de la escuela) e injertada con los conceptos esenciales de la vida y no me refiero a esas experiencias vitales de supuestos influencers con fecha de caducidad a los quince segundos de aparecer en las pantallas, sino a conceptos como el tesón, el esfuerzo y la dignidad. De esa planta recogeremos los frutos preciados de la verdad.
Sí, la misma que os hará libres y evitará cualquier tipo de guerra sin perder un ápice de nuestra esencia.
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