Sentencias
Si la memoria no me engaña, fue el primer féretro que vi en mi vida. Era blanco, símbolo de la pureza, pues quien lo ocupaba iba a embarcarse sin mácula y con un tamaño reducido en el tren de alta velocidad, y sin paradas intermedias, con destino el Cielo. Fue aquí, al lado de mi casa, cuando todavía los velatorios se organizaban en la morada donde el fallecido había desarrollado su vida, escueta, en este caso. Yo no tendría mucha más edad que la criaturita yacente en el interior de la caja. Estarían mediados los años ochenta del pasado (¿pasado?) siglo.
La blancura
salía a hombros del portal de su casa y se dirigía hacia el vehículo fúnebre,
expectante junto a la acera. Un séquito de familiares, allegados y una madre
junto a un padre, con rostros serenos, pero tristes y un cigarrillo sujeto por
la fuerza de la juntura de los dedos índice y corazón. La madre, en evidente
estado de nerviosismo, aspiraba con la ansiedad propia de la situación el fruto
amarillento del tabaco, tal vez en busca de una calma ficticia o con la
esperanza guardada de que el humo, previo paso por su interior, alzara el vuelo
en pos del alma de su hijo fallecido.
No recuerdo
a aquella madre, ni quién era el padre y, mucho menos, al pequeño del que sólo
vi el ataúd de albo color. Tampoco sé si
siguen viviendo en el mismo sitio donde velaron el cadáver de su hijo, si se
mudaron a un barrio más próspero o ni siquiera si ellos mismos ya emprendieron
el viaje inevitable y postrer, para el cual es innecesario facturar maletas. Sin
embargo, cosas de la memoria infantil, recuerdo con claridad un comentario
lanzado con saeta envenenada. Venía de alguien ubicado no muy lejos de donde me
encontraba cuando los familiares pasaron a nuestra altura; tampoco sé de qué
boca provenía, pero venía a decir algo
como lo siguiente: Mira a la madre, sólo
sabe fumar y fumar, como si no le importara la muerte de su hijo. El
comentario con mala baba se dirigía sin en el menor aprecio, más bien todo el
desprecio del mundo a una madre que acababa de perder el fruto de su vientre.
No lo olvidemos.
Mostraba el
comentario, como decía, una falta de sensibilidad, de escrúpulos y, sobre todo,
de empatía con el dolor provocado por la pérdida de un ser querido: del ser más
querido. Una madre que fuma para mitigar, o al menos intentarlo, el dolor de la herida abierta que le ha partido en dos el corazón, en unos tiempos en que las mujeres
en una afán de modernidad, de autodeterminación o con ínfulas de emanciparse o
Dios sabe qué, se lanzaron al vicio del tabaco, cuando sólo estaba bien visto
entre los integrantes del sexo masculino, no debería ser juzgado. Pero el
comentario, o más bien quien lo arrojó desde la ciénaga insalubre de su propio
odio, era una clara alusión, escrita entrelíneas, a aquellas primeras mujeres
que se infectaron del virus del vicio al humo del tabaco. Y esas mujeres no
eran otras que las mujeres que acumulaban todos los vicios y los hacían incluso
su fuente de ingresos vitales. El comentario con fuerte olor a naftalina, a
añejo y asentado del todo en la irracionalidad era un ataque directo, no al
vicio, sino a la madre.
Aquella
apenada madre mostraba el duelo por el hijo muerto como en ese momento le
venía. No lo podía controlar. Hay un millón de maneras o formas de expresar o
de sentir el duelo y es más que probable que cada uno de nosotros tenga la
suya. He conocido personas que han gritado, se han golpeado con ahínco los
nudillos contra la dureza de una pared y no han podido parar de moverse ni un
solo instante después de recibir la noticia de la muerte del ser amado. Otros
se han ovillado en un rincón y con la mirada perdida han dejado brotar de sus
ojos la sal purificadora y marmórea de sus lágrimas. Otros han preguntado al
heraldo de malas nuevas el motivo de no ser capaz de llorar, de la obligación que
tenían de estar llorando, pero les era imposible y eso les hacía sentirse
fatal.
Como decía, cada uno lleva el duelo, o su sentimiento, a su modo.
Imagen de Succo Pero los
espectadores ajenos al sufrimiento, los que vemos las reacciones sin hurgar en
sus adentros, sin hacernos preguntas ni, por supuesto, buscar la manera de
entenderlas, tenemos la tendencia de juzgar el hecho tal y como creemos que
nosotros reaccionaríamos o como la familia, el vecindario o el resto de la
sociedad piensa que deberíamos reaccionar. Y dejamos de indagar sobre la
situación, la coyuntura o las especiales circunstancias de unos hechos que nos
han llevado a comportarnos así. Simplemente hay personas capaces de reaccionar
de un modo que no se espera y eso provoca un juicio con el veredicto ya dictado, un
juicio sin abogado defensor ni comparecencias de testigos. Es un juicio
sumarial, inquisitivo y que transita por la vía férrea de la fácil e injusta sentencia. Un juicio terrible. Pero quien juzga no puede ni debe escupir hacia la bóveda celestial, pues por la ley de la gravedad, le podría caer en la cabeza y
el día que sufra el golpe o el mazazo de un acontecimiento luctuoso en su vida,
no tiene ni la menor idea de cómo va a afrontarlo y arderán mil conflictos en
su interior de si la manera correcta de obrar es la que le sale de su corazón o
la que proviene de las habladurías de quien ni sufre, ni se hace preguntas ni
demuestra la menor de las empatías por lo que le está sucediendo.
No juzguéis y no seréis juzgados.
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