La hoguera (la familia frente a la televisión)

 

 No soy muy dado al vicio de ver la televisión. Lo reconozco. Sé que es un medio de una fuerza brutal y con un alcance que ya quisiera solamente un cuarto para sus artículos este humilde servidor. Es un medio que se nos ha metido en nuestros hogares, hace ya demasiado tiempo, y se ha erigido en la dueña y señora de nuestros salones, cuartitos de estar, dormitorios y hasta cocinas, si me apuran.

            Como le decía a mi único y postrer lector, no soy dado a sentar mi nalgatorio en el sofá y tragarme sin deglutir todo lo que la caja tonta me escupa a la cara. Procuro ser selectivo e intento librarme de digerir esa bazofia que, desconozco por qué, tiene tanta y tanta audiencia. Pero, casualidades de la vida, me paré un breve, gracias a Dios, instante de mi vida ante los rayos catódicos justo cuando un grupo de comunicación de los más potentes de nuestro país, e incluso de otros del arco latino (y cuando digo arco latino me estoy refiriendo al lugar donde nació y desde donde se extendió el latín), presentaba su nueva temporada a los televidentes, entre los cuales yo me encontraba. Hablaban de una serie de programas que se revuelcan en la misma cochiquera que los de temporadas previas… Igual un lavadito de cara; igual un cambio de presentadores; igual un cambio de nombre y de horario y ¡tachán!, nueva temporada preparada.

            Pero lo curioso para un iletrado televisivo como yo no eran esos cambios de nombre, de presentadores o esos lavaditos de cara, no, lo curioso fue que aparece uno de los directivos de dicha compañía de comunicación (potente como pocas y que después de estas letras, seguro que me cierra sus puertas, que por otro lado nunca estuvieron abiertas) y con su santa entrepierna manifiesta ante el camarógrafo (¿todavía se les puede llamar así?) que su pretensión es convertir sus cadenas de televisión en esa hoguera ante la cual no sólo se calentaban las personas, sino que también lo hacían las almas, y a la que todas las familias se sentaban a su alrededor a conversar. Es decir, que el tipo este quiere que sus cadenas sustituyan la tradición familiar de sentarse a hablar de cualquier tipo de tema, de esas historias ancestrales o de esos cuentos de viejas que alumbraron nuestras infancias y que toda la familia se siente, cierre la boca y abra bien los ojos ante un televisor que cada día da más asco. Pero, señor mío, ¿acaso no hace más de tres  o cuatro décadas que lo han conseguido? ¿acaso no destrozaron las conversaciones familiares y las arrumbaron a los cajones del olvido y la desesperanza? ¿acaso no ha tenido bastante que quiere usted más?


            Pero, en efecto, este directivo no ha dicho ninguna tontería, más bien nos ha dicho la más pura de las verdades: la televisión (los teléfonos móviles, las tabletas y todo lo que pueda conectarse a internet) tiene la misión de convertirse en esa hoguera donde los seres humanos se transmitían los conocimientos ancestrales, la sabiduría de las personas que habían vivido más que nosotros y todos esos dichos y refranes que nos servían para afrontar la vida, el amor, la experiencia, la unidad familiar y todos esos materiales atemporales e inmortales de los que está compuesto el hombre. Una hoguera (la televisión) capaz de cortar de cuajo la transmisión oral de todas las historias de familia, favoreciendo el desarraigo, la incomunicación y, por ende, la más absoluta de las soledades. Y con todo ello, lo que consiguen es que absorbamos toda la mierda que nos echan sobre la mesa de centro de nuestro salón y nos la zampemos sin saborearla, sin reconocer que lo estamos haciendo y, lo peor de todo, creyendo que somos libres para hacerlo. No. No lo somos. Ya se han encargado de eliminar ese pensamiento crítico, que a veces también era fomentado por la verdadera hoguera, para que deglutamos todo lo que ellos (el poder en su más amplio significado) quiere que deglutamos.

            Y con la pérdida de esa llama que nos alumbraba los tiempos pasados erigidos en presente y catapultados para un futuro incierto, las familias se han convertido en un compendio de seres aislados, apenas perfilados como meros compañeros de piso, que se conocen de vista, que se conocen de lejos. Y así, creyéndose una familia, dejan pasar los movimientos circulares de las agujas del reloj sentados en el sofá y esperando su ración de falsa hoguera que les haga sentirse más humanos en la deshumanización. Por supuesto, sin dejar de criticar, atacar y vilipendiar a aquellas raras familias que se resisten a la debacle y siguen manteniendo la llama del hogar (que no casa) encendida, tal y como se encuentra la del soldado desconocido.

* Imagen de Alexas Fotos

Comentarios

Entradas populares de este blog

Palabra

A la sombra de la memoria

Bellos amaneceres