¿Inmortales?

  

            Un servidor cuando siente atracción, le pica la curiosidad (¡bendita curiosidad!) o simple y llanamente le gusta algo, se informa,  hace las consultas necesarias y, si fuera necesario, inicia un proceso de formación para aventurarse con todas las consecuencias en ese mundo que le está requiriendo de una u otra manera. Con lo anterior, no consigo otra cosa que no sea APRENDER, conocer en profundidad y disfrutar al máximo del asunto en cuestión. De esta manera tan peculiar, cuando visito un pueblo, una ciudad o un paraje lo hago, o al menos lo pretendo hacer, bien informado de sus monumentos, de los aspectos más interesantes de su cultura o de las especies de animales que podrían asomarse, con o sin disimulo, a las lentes de mis binoculares. Verbigracia.

            Ni que decir tiene que esa información/formación se eleva a la enésima potencia cuando la actividad o visita a realizar implica algún tipo de riesgo sobre mi persona o, más importante aún, sobre quien osa acompañarme. Y esto suele ocurrir o directamente ocurre cuando me da por ascender y luego descender montañas, pues entre otros muchos vicios incorregibles tengo el de acariciar las nubes en lo más alto de sus picos y saborear el intonso silencio de las alturas, el silencio puro, sin mácula, que te llena el corazón de sueños y la vida de la necesaria ilusión por seguir aquí. Busco información de la zona, consulto mapas (y me los llevo encima, con su inseparable brújula), me doy una vuelta por las aplicaciones o páginas expertas en la predicción meteorológica (observo los movimientos de los cúmulos, la velocidad y cantidad del viento, los posibles procesos tormentosos que se puedan materializar cuando uno se encuentra arriba) y con toda esta información me planteo con seriedad la viabilidad o no de la experiencia.


            Estos días atrás, ascendí, y luego descendí, el pico Curavacas, en la montaña palentina, una espectacular montaña teñida de verde que llevaba unos meses con ganas de afrontarla. Me dediqué, desde la idea primigenia de su ascensión, a estudiarla con ahínco. En varias guías o revistas especializadas consultadas se hablaba de la dureza de sus 2.520 metros de altitud sobre el nivel del mar, lo cual (me refiero a la dureza) se hacía más palpable con la llegada de las nieves; tan palpable que más de un avezado montañero había dejado su botín más preciado entre sus peñas encaladas de invierno. Ante esta información, cualquier mente sensata activa el modo ojo avizor y, aunque las muertes hubieran ocurrido en temporada invernal, se prepara lo necesario para evitar, o al menos minimizar, cualquier tipo de incidencia posible, sea cual sea la temporada.

            Pero cuando un servidor, pertrechado de abrigo, alimento y agua suficientes para aminorar en lo posible las adversidades, comienza, no sin antes acariciar las nubes y tocar la cruz que indica la cumbre, el descenso de esta montaña mágica, tropieza con diferentes tipos de montañeros y, como no podía ser de otra manera, con el trío de «domingueros» de turno de mañana que iban pertrechados con zapatillas especiales para jugar al pádel, pantalón de correr carreras populares y mochilina minúscula, donde apenas cabe la documentación personal, las llaves del coche y el paquete de tabaco. Subían con el resuello adosado a la nuca, ajenos a la climatología harto cambiante en la montaña y con claro desprecio por su seguridad y la de los miembros de los equipos de rescate en servicio.

            Y en este punto se halla la clave de todo. La clave de la ausencia de peligros en nuestra sociedad de la seguridad y el bienestar y, sobre todo y encima lo peor, la absurda creencia de que las cosas feas y malas les pasan a los demás, no a nosotros. Es decir, vivimos como si esto (el botín más preciado) no se fuera a terminar, como si la eternidad estuviera guardada a buen recaudo en el bolsillo delantero de nuestro pantalón y que la muerte no sólo se encuentra lejana a nuestras cómodas vidas, sino que directamente no está. Contraponemos la vida a la muerte cuando la vida y la muerte son partes indisolubles de este todo en el que navegamos, con o sin rumbo preestablecido. Hemos alejado tanto una de otra que la postrer ya nos resulta ajena del todo.

            No hace tanto, o sí, según se mire, los periódicos de papel, cuando se cometía un asesinato, un atentado terrorista o el hallazgo casual del cadáver de una persona desaparecida encabezaban la noticia con la imagen, en blanco y negro, de los interfectos. Eran imágenes duras, impactantes, pero eran las imágenes de la dura e impactante realidad.

            En un tiempo anterior, cuando la mortandad infantil en Occidente no era tan poco común como ahora, gracias a Dios, existía la costumbre de vestir al pobre infante difunto con sus mejores galas, se le acomodaba en algún asiento entre el resto de sus familiares vivos y se procedía a inmortalizar las escena mediante la preceptiva fotografía como recuerdo perenne del pobrecito mío. Puede tratarse ante nuestros ojos del siglo veintiuno de una costumbre macabra, no lo niego.


            La muerte estaba ahí, que es donde tenía que estar. Los niños acudían en pantalones cortos a los entierros, previo paso por el velatorio, y no se les llenaban los pliegues del cerebro con falsas historias de viajes con regresos alejados en el tiempo o paparruchas varias para ahuyentar a la parca de sus vidas. Pero con este arrumbamiento de la muerte al cajón de los recuerdos innombrables no hemos conseguido otra cosa que, al no tenerla presente, al no palparla, al no ver el extremo al que conduce la vida crezca en nuestro seno un sentimiento de inmortalidad, de creernos capaces de todo, de olvidar que siempre, aunque no la veamos o no la queramos ver, está ahí, con su guadaña, a la espera.

            Y qué decir tiene que cuando alguien amado por nosotros se monta en el asiento que tiene reservado en la barca de Caronte, el maldito y fantasmagórico castillo de naipes que nos hemos construido para sentirnos cómodos, seguros y alejados de este viaje irremplazable se desmorona con el estrépito sordo de la depresión, de la ansiedad y de las facturas del psiquiatra.

            Por este motivo, el apego a la muerte es un apego a la vida, a sorberla poco a poco pero sin demora, a no dejar nada para que disfruten los gusanos, teniendo presente que la muerte ha estado, está y siempre estará ahí como la continuación de la vida que es.

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