El buen salvaje

 

Danzas tribales, saltos imposibles, lanzas enhiestas en claro desafío a un cielo sin nubes. Los Masai a rebosar de colores en sus ropas, en su cuerpo, en sus pupilas, advocan  a sus dioses para que les depare una buena caza.

            El chamán escupe una suerte de agua mezclada con fuego y arroja sobre el suelo alisado de su choza los huesos límpidos de un mamífero selvático que le indicará por dónde va a discurrir el futuro más próximo de su tribu. Entretanto, en el Amazonas, de tanto árbol, no se puede ver el sol.

            En el Sacromonte, el gitano sin gracia se cuelga al hombro la guitarra española y, cuando en el cielo sufre un vahído la madrugada, se arranca por bulerías de Jerez con sabor a vino dulce y clama por el amor de los sacais verdes con aroma de virginidad de la gitana por la que bebe los vientos.

            Kenia, Perú, España.


            Cualquiera de estos tres países, o más bien de todos los países de este orbe esférico y achatado por los poros, tienen la cualidad del buen salvaje. Del salvaje unido a lo más profundo de sus raíces, de sus ancestros y del puñado de dólares que da de comer a los suyos a cambio de autenticidad. Pues el masai, el chamán y el gitanito de la guitarra venden la realidad de sus vidas para que las cámaras fotográficas de los turistas les roben el alma. Y el turista, que es quien afloja su puñado de dólares, observa las danzas tribales, los conjuros chamánicos y el cante jondo del fracaso con los ojos de estar viendo un arte en claro peligro de extinción.  Pues así es como el producto se vende.

            En las agencias de viajes, más conocidas hoy en día como internet, se ofertan viajes culturales, costumbristas o de aventuras con pueblos apenas contactados como el producto estrella que el viajero, elegido por la gracia de los dioses telúricos, va a vivir como la mejor experiencia que jamás haya vivido y, además, se pueden contar con los dedos de una mano las personas que, en todo el mundo, hayan visto nada igual.

            Pero cuando llegan al lugar, observan al masai, al chamán o al gitano, rodeados de una miríada de turistas selectos como él, tocados por el dedo del dios de turno y conscientes de la pura exclusividad de lo que llega a su fondo de ojo; ojo, por otra parte, adherido a la cámara de fotos para inmortalizar la inmortalidad.  Todos se encuentran viviendo una experiencia irrepetible, única, que ninguno de los que, en un futuro, se sienten a cenar en su mesa habrán siquiera soñado.

 Son los elegidos.

            Las fotografías con el jefe masai colgarán de la pared de su salón por el tiempo mínimo indispensable hasta que otra experiencia allende los mares, en territorios apenas hollados por el común de los vecinos de su urba, o en lugares donde las cucarachas que no pueden caminar forman parte de la dieta de los oriundos, las sustituya y la conversación ante una botella de vino terciada se enriquezca con esa mundología de oferta en El Corte Inglés.

            Y cuando el turista se marcha con el corazón abierto de par en par por lo experimentado, el  masai, el chamán y el gitano del Sacromonte se despojan de sus faldas de colores, de su taparrabos y de sus faralaes, cogen su teléfono móvil de última generación y llaman a sus contrarias para decirles que el día se ha dado de maravilla y que hoy podrán irse a cenar al restaurante de moda donde se toparán de bruces con el turista tocado por la gracia divina de los dioses terrenales. Y, al cruzarse, admirarán mutuamente el smoking  hecho a medida que, por protocolo, se exige en el salón donde, con cubertería de plata, van a dar buena cuenta de las viandas ofrecidas por dos estrellas Michelín.

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