¿Partidos?
El término partido proviene del verbo partir; es, en concreto, su participio. La connotación del verbo, entre otras, es la de dividir, segmentar, separar.
La excelsa inteligencia de las dos personas
que aún soportan mis escritos (o mis podcast) les ha hecho saber por dónde van
los tiros de esta nueva entrada.
Sí. Han
acertado. Esto va de partidos, y no de fútbol sino políticos y, por ende, de
divisiones, segmentaciones y separaciones. Así, todo junto, aunque los
significados tiendan a la fuerza centrífuga de lo contrario.
Los
partidos políticos han tendido desde su creación a ubicarse en sitios
diferentes y distantes: los lores y los toris, los burgueses y el estamento
llano y, por último, las derechas frente a las izquierdas. Pero no sólo se han
ubicado en tales sitios los partidos políticos, si no que los seguidores,
afiliados y simpatizantes han ocupado un espectro social diferente según su
ideología. Muchas veces, estas ubicaciones han sido o son tan estancas que sólo
ha faltado vallarlas con alambre de espino o mediante esclusas para evitar que
existan vasos comunicantes, supuraciones o filtraciones que puedan horadar poquito
a poco esas diferencias que, en multitud de ocasiones, son irreconciliables.
Pero, como
se habrá percatado la ya única lectora que no ha caído rendida en los brazos de
Morfeo, el problema que nos atañe no es que los prebostes de los partidos, los
que mellan el filo de sus espadas con las luchas por el ansiado poder, los que
clavan el codo en el costado del compañero para hacerse paso, pisan el cuello
de quien les apoya para elevarse o apuñala repetidas veces y por la espalda al que
es capaz de hacerle sombra en las batallas sutiles que se libran en la moqueta
recién aspirada de la gobernabilidad. Para nada. El problema son esos ciegos
seguidores que con mañas mucho menos sutiles, se desgañitan entre hermanos,
vecinos o parientes no muy lejanos en defender los postulados de tal o cual «partido».
Y en esas es donde campa a sus anchas la cometa de lo irreconciliable.
Los
prebostes de los partidos saben bastante bien cómo es el funcionamiento del
adoctrinamiento. También son expertos en pescar en los ríos revueltos en los que
con anterioridad han removido el cieno de su fondo. Es la mejor manera de
perpetuarse en las mullidas poltronas donde acomodan sus posaderas.
Y entre
tanto río revuelto, tanto adoctrinamiento y tanta escaramuza, batalla o plena
guerra intestina suelen surgir una suerte de imitadores de Don Quijote de La
Mancha que se involucran bien en los partidos ya existentes o en la creación de otros nuevos con la
intención de sanear la podredumbre del sistema político, tal y como lo hace el
agricultor con sus olivos: podando por aquí o por allá para que la aceituna
brote más lustrosa y nutritiva. Estos suelen padecer del efecto gaseosa,
aparecen con la fuerza con la que se abre la botella, pero con la misma velocidad
o ímpetu desaparecen de una fotografía donde sólo sobreviven los más fuertes, los
más serviles y, sobre todo, los dotados de menos escrúpulos. Muchos de estos
políticos «gaseosa» tienen unas muy buenas intenciones, una clara vocación para
la política como servicio público y unas terribles ganas de ayudar a unos
conciudadanos que lo necesitan. Sin duda.
Los
partidos, sus dirigentes o el mismo sistema se encargan de fagocitar todas esas
iniciativas políticas bien intencionadas y con un fondo harto respetable. Las dinamitan,
las hacen zozobrar y someten a escarnio público a quien las defiende con uñas y
dientes. Para eso, y para cosas peores, están programados los partidos
políticos.
Desde esta
humilde tribuna se aboga porque todas
esas energías que se desprenden de las personas nobles, sanas y con muchas
ganas de cambiar las cosas para mejor, para que la sociedad evolucione y los
peatones tengan unas condiciones de vida dignas se ejerzan no desde la política,
que les va a destruir sin miramientos, sino desde el asociacionismo local capaz
de levantar los corazones y hacer frente a los fagocitadores de grandes ideas,
de nobles asuntos y de verdaderas ganas de cambiar (para mejor) la existencia
de los pueblos, de las ciudades y, ante todo, de las personas que en ellas desarrollan
sus vidas.
El conjunto de asociaciones deben tejer una red donde en cada punto en el que confluyen sus hilos se instale un grupo, sindicato o gremio implicado en un aspecto de los muchos que preocupan a la gente. Porque el asociacionismo tiene múltiples facetas y abarca por entero el amplio espectro social o al menos la gran mayoría del aire conformado en tal espectro. Y de este modo, se convierten en una fuente de control social y sobre todo de control político, siendo la china en el zapato de los gobernantes de turno, de los prebostes de los partidos, de los encargados de dilapidar el tesoro público. Pues tal debe ser el objetivo y finalidad de las asociaciones, gremios o sindicatos (sí, sindicatos que sean capaces de deshacerse de los grilletes de los partidos ¡qué digo de los partidos!, del poder político), el de evitar o poner cortapisas a los proyectos descabellados dimanados desde la política y se lleven a cabo sin contar con la masa social que es el pueblo, que lo sufraga y lo sufre. Y digo pueblo porque ciudadanía me da la sensación de que tiene un claro perfume urbanita y deja de lado al mundo rural, tan olvidado, además de ser una palabra manida, sobeteada hasta el hartazgo y echa trizas en los discursos de las campañas electorales.
Imagen de Yomare Pero para estos menesteres, las asociaciones, los gremios y
los sindicatos deben de ser entes libres de todo lastre político o partidario
que no hace otra cosa que arrastrarlos al servilismo, al vulgar clientelismo o
a ser una herramienta más de las estructuras de poder establecidas. Por ello
han de ser independientes, sin adscribirse a ideología alguna, sin establecer conexiones con partidos políticos que les
manipulen y, por muy difícil que esto sea, sin acceder al envenenado juego de
las subvenciones, esos grilletes de oro, pero grilletes al fin y al cabo, eliminadores
de libertad.
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