CAMINOS

 

Desde que el ser humano se enderezó y olvidó utilizar sus manos como tercer y cuarto pie para convertirse en ese ser bípedo e implume en el que nos hemos convertido ha creado o utilizado los caminos. Pues en un principio, en el que el nomadismo era el plan destinado para la supervivencia y, a posteriori, tras la revolución que propició lo que ahora conocemos como Neolítico, el ser humano ha tenido la necesidad de desplazarse de un lado a otro, de buscarse la vida por acá y por allá, de moverse en busca del alimento que ha de servirles de motor para continuar con la vida.

            Para facilitar esta tarea del movimiento, a alguno de los seres bípedos e implumes (aunque cubiertos de pelo) se le ocurrió la genial idea de inventar los caminos. Paso a paso se fueron despejando veredas, trochas, carriles que permitían mejorar sustancialmente el tránsito de mercancías, de efectos y de personas. Lo que se originó como autopistas de la supervivencia, poco a poco se transformó en la vía del intercambio de conocimientos, pensamientos e ideas que, mediante la figura del intercambio cultural, hacían evolucionar a las diferentes poblaciones o etnias hacia nuevas concepciones vitales.

            Como decía, desde la más remota antigüedad, los caminos han sido las arterias, las venas y los capilares de los países, de las sociedades y del mundo entero por donde se trasladaba el oxígeno social al corazón y retornaba para cerrar el ciclo con las ideas obsoletas, para retornar con nuevos aires.

            Ahí, un poco más al norte de donde esto escribo, tenemos el Camino de Santiago. El camino por excelencia de Occidente. Camino por donde se introducían todos los flujos y corrientes que surgían en el frío europeo  en la península  y, una vez aderezado con el salpimentado ibérico, retornaban a Centroeuropa para continuar con el proceso evolutivo de nuestra cultura. Con la lentitud, la paciencia y el saber hacer del peregrino hicieron de este Camino el canal básico de comunicación de una Europa en plena formación. Una Europa donde la cultura se perfilaba, se asentaba y se endurecía en forma de sillares, de catedrales y de universidades que se fraguaron gracias al lento caminar del andarín guiado por Dios o por un afán de exploración y aventura difícil de explicar o concebir en estos años en los que vivimos.

            A Santiago se llegaba por muchos caminos que partían de cada pueblo, de cada terreno y de cada casa desde donde salían los peregrinos. Pero no todos el mundo podía ir a Santiago, a la Meca o a Katmandú. Todos los bípedos implumes tenían la necesidad de desplazarse, con motivo o sin él, por una red extensa de caminos que como estelas de arrugas surcaban (y surcan) los campos, las sierras y las orillas de los ríos, mares y lagos. Unos lo hacían por necesidad de pastos frescos para su ganado, otros por aperturas comerciales que permitían que su andorga y la de sus descendientes pudiera dejar de estar vacía y otros por el mero hecho de ver mundo, de desfacer entuertos o de liberar a bellas doncellas de las manos opresoras de gigantes con aspecto de molino y no muy buenas intenciones.


            Como hasta este momento hemos podido observar, los caminos que han quedado marcados a fuerza de suela de zapato en el mapamundi de nuestra existencia han sido el vehículo por el que ha transitado ésta y todo lo que ella conlleva. Pero los caminos, las veredas y las trochas en el punto al que hemos llegado están, como el urogallo, en grave peligro de extinción. Las autopistas, las carreteras nacionales y las secundarias imponen la forma de movernos, de tal manera que se han convertido en las más transitadas y utilizadas. Por tal motivo, los caminos que carecen del ala de cuervo del asfalto cada vez se utilizan menos y su uso es residual o incluso anecdótico. Pero ello no quiere decir que no dejan de cumplir con la misión con la que fueron concebidos allá por la época de los tiempos remotos.  Todo lo contrario.

            A día de hoy, cuando los urbanitas irredentos asaltamos por ocio cada centímetro cúbico de aire puro que la ciudad nos niega y el campo nos da, los caminos públicos cobran un especial interés como vertebradores de la necesidad perentoria de la escapada o la huida. Y lo que comienza como un mero ejercicio de expansión o divertimento, con el tiempo puede (y debe) ir convirtiéndose en lo que antaño fue, una práctica de intercambio comercial, cultural, religioso o de cualquier índole que acerque al caminante o peregrino en la búsqueda de las raíces, de los sabores ancestrales o al encuentro de damiselas en apuros capturadas por manos de gigantes con el inevitable aspecto de molinos de viento. Es por ello necesario que nos paremos un poco en la frenética realidad de la vida y nos dediquemos a pensar (y actuar) en la protección de estos caminos ¡qué digo caminos!, de este sistema circulatorio que aporta la sangre enriquecida de oxígeno y vida que el territorio necesita.

            Pero alguno de vosotros se preguntará que por qué y de qué o ante qué tenemos que proteger a los caminos públicos.  La respuesta no puede ser otra que la siguiente:

            Porque los caminos públicos, tradicionales y ancestrales por donde transitaban y hacían vida nuestros abuelos, bisabuelos y demás ascendientes están desapareciendo ante la mano acaparadora de la avaricia de algunos propietarios de terrenos por los que pasan o con los que lindan. El abandono cada vez más destacado del mundo rural provoca que también se desatienda ese sistema circulatorio de venas de tierra. Esta abulia en el cuidado y respeto de los caminos provoca que se queden acostados en el olvido y es el momento en el que son presa fácil de los depredadores de terreno.  Entretanto y ante la pasividad demostrada, la España vacía o vaciada (que ya no sé cómo llamarla) gana puntos en el ranking de la incomunicación, el aislamiento y la ruina social (¡y económica!).

            Y por último, porque esos caminos ancestrales o tal vez atávicos, si rascamos un poco, esconden tesoros culturales en forma de ruinas, excavaciones arqueológicas o de cualquier forma que ayudarían notablemente a esclarecer nuestro pasado para fortalecemos ante un indescifrable futuro.

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