Problemas del primer mundo
A Estela , Mateo y Mikel, que aunque no lo sepan, son mis héroes.
Los ciudadanos de occidente, del primer mundo, vivimos enfrascados en una suerte de prisa endémica que nos tiene atareados desde que se despereza el sol por el Este hasta que le hace el relevo la luna en el turno de noche. Esa prisa, unida al resto de factores que conforman nuestro tipo de vida, nos han convertido (ante nuestros ojos, por supuesto) en el maldito ombligo del mundo, en el centro de todas (¿de todas?) las miradas, en lo más acuciante del momento. De este modo, si un ejecutivo de una multinacional pisa un chicle en el centro de Amberes, en un suburbio de Los Ángeles o enfrente de la torre Eifiel, parece que el mundo se ha encogido y, por ende, se va al garete el planeta entero.
Foto de Ryan McGuire Este mismo
tipo de vida tan occidental nos transforma en pequeñas moléculas rodeadas de
átomos incansables que desarrollan su vida en una burbuja con el poder aislante
del poliespán. Tan metidos estamos en nuestras vidas que no somos capaces de
mirar, aunque sea de reojo, hacia diferentes lados. Es como si nos hubiesen
puesto unas anteojeras, como las que gastan los animales de carga para evitar
que nos desviemos o nos despistemos del camino trazado con anterioridad a
nosotros.
Mientras
desarrollamos nuestras vidas de moléculas encerradas en burbujas, nuestros
problemas cotidianos se adaptan a esta característica o peculiaridad tan del
primer mundo. Y como el ser humano es incapaz de vivir sin problemas, ha
generado la facultad o la capacidad de
crearlos él mismo. La creación del problema, a veces, trae aparejada la
solución, esto es típico de políticos y, por supuesto, a cargo del erario público, o, en caso contrario, la
tenemos que buscar nosotros solitos. Sin ayuda. Pero como estamos conformados
en moléculas, nuestros problemas serán moleculares, es decir, del tamaño, de la
consistencia y de la importancia de una molécula. Estos problemas para nosotros
los occidentales, incapaces de abrir el ancho de banda de nuestras miras, son
hecatombes, desastrosas pandemias o ataques con armas nucleares contra nuestra
persona.
Si se pudiese o se quisiese analizar, verbigracia, las causas de suicidio en el denominado
primer mundo, los datos que se arrojarían sobre la mesa de caoba recién pulida
serían aterradores. La gran mayoría de los problemas que nos acucian y nos
llevan a abandonar nuestro estado corpóreo son problemas con una o varias soluciones, difíciles o no, pero con al menos una luz que alumbra al final del
túnel. De acuerdo que en algunos casos, la luz no es otra que la luz mortecina y
titilante de una vela a merced de la corriente; pero donde hay luz, hay
esperanza.
Estos
problemas que nos atosigan y nos persiguen hasta hacernos tambalear, si no
caer, deberían ser puestos en perspectiva. Y no me queda otra opción que volver
al asunto del suicidio, donde podemos constatar que en países del tercer mundo como Sudán del Sur existe una terrible tasa de suicidios. Pero lo que sorprende
en este caso es que la causa o el motivo para quitarse la vida no es un asunto
de cuernos, de desamor o de noche oscura del alma, no, allí es el problema del
hambre. En Sudán del Sur las personas se suicidan porque no tienen nada que
darles de comer a sus descendientes y, por supuesto, tampoco tienen para ellos
mismos. En Europa, en Norteamérica y en el resto de países del primer mundo
podemos vivir más o menos apretados económicamente, que el dinero no nos
alcance para este o para aquel fin, pero, salvo casos muy puntuales y extremos,
podemos comer todos los días. Y varias veces.
Esto no significa que no existan problemas graves en esta parte del mundo desde donde puedo escribir estas letras. Hay muchos problemas serios y no solo serios, sino que también graves. Hay cáncer infantil, fibrosis quística y otras muchas enfermedades que atacan sin piedad a los niños y nos ubican en la pura realidad. Estos problemas reales, verdaderos y tangibles cuando te tocan de cerca te hacen valorar los problemas del primer mundo o el común de los problemas que se viven en esta parte afortunada del globo como lo que son y no como lo que creemos que son o lo que queremos que sean. Entonces es el momento en el que elevar el grito al cielo o desenterrar el hacha de guerra para evitar que se destinen más fondos recaudados de tus impuestos para esos problemas moleculares que para la investigación, el tratamiento y la atención de los enfermos de leucemia, de tumores cerebrales, de fibrosis quística o cualquier otra enfermedad que se cebe sin piedad con la salud de los niños, por ejemplo.
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