ALONSO QUIJANO versus DON QUIJOTE
Cuando al llegar de la oficina el hidalgo don Alonso Quijano
se quitó la corbata, acomodó sus posaderas en el mullido asiento de su sillón
de orejas y comenzó a dar forma en su imaginación a las lecturas que acometía,
se introdujo sin saberlo en el trámite necesario para convertirse en un explorador de
vida, en un caballero andante, en Don Quijote de la Mancha. Ese proceso de
cambio, remodelación o simple despertar le llevó a arrojar su terno azul de
oficinista, sus corbatas de seda de mil colores y sus zapatos de estilo
italiano a lo más profundo del pozo del olvido. A cambio de eso, sopló con
viento fresco las telarañas que se hacían fuertes en el interior de sus botas
de campo, se colocó con esmero la cota de malla de las desdichas y abrió su
curiosidad a las aventuras y desventuras del camino.
Pronto se olvidó de quién había sido y se concentró en ser lo que siempre le había gustado ser. Cabalgó por valles y montañas, vadeó ríos y cruzó puentes que unen a los pueblos y a las personas y despilfarró la riqueza de sus tiempo en conversar con el vecino de tal pueblo, con la mujer de armas tomar de la venta donde descansó, con gentes inspiradoras y diversas que le facilitaban el tránsito por las trochas de la sabiduría. Se dejó iluminar por el foco de la curiosidad, que todo lo guía, y descubrió que, como dijo Santa Teresa, había vivido sin vivir en sí. ¿Había malgastado su existencia en el trayecto de casa a la oficina para desempeñar un trabajo insípido y vacío de contenido real? No, pues de todo ello pescó un granito del reloj de arena de su experiencia.
Descubrió
de propia mano que el aprendizaje es en lo que se basa casi todo en este
camino, que no es otro que el río que va a morir a la mar. De todo el mundo sacó
algo: la inocencia y la curiosidad de los niños, el arrojo y la determinación de
la juventud, la experiencia y la sabiduría de la senectud y lo que no se tiene que llevar a cabo para
conseguir una vida plena lo dedujo de la maldad y de la vileza de algunas
personas. Extrajo sabiduría de las piedras de la vereda, de los pájaros
cantores de la mañana y de los árboles cuyas ramas entonan arias cuando el
viento sopla. Elaboró poemas de amor a su amada en tocones de madera
incrustados en la tierra, construyó flautas con huesos de animales y compuso
óperas con tambores de piedra y musgo.
Y bebió el
jugo de la fruta exprimida de sus andanzas en forma de caídas para luego
levantarse con más brío, de moretones de los golpes de los practicantes de las
malas artes con sus congéneres y del agrio sabor de las chanzas de las buenas
gentes que son crueles con el que consideran loco, con quien es capaz de salir
de la horma estrecha de su zapato para cabalgar por el camino que le lleva a la
felicidad a través de la aventura, de la experiencia, del aprendiviaje. Y
también descubrió que la envidia y la crítica paralizan a quien con ella arremete al que, jubiloso y ligero de equipaje, transita por la vía de la plenitud;
pero se paralizan porque con la envidia y la crítica se resguardan de la lluvia
ácida que es carecer de la determinación, el arrojo y la valentía necesaria
para dejar el disfraz de Alonso Quijano en el baúl del pasado y llegar a
convertirse en su propio Don Quijote de la Mancha.
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