ESCLAVITUDES V: ¿Somos tan libres como creemos?

 

Desde nuestra más temprana infancia, allá por la sabana africana por donde se enseñoreaba in puribus (o sea, en pelota picada) la coqueta de Lucy (sí, la misma que se descubrió mientras los antropólogos escuchaban los grandes éxitos de los Beatles y la bautizaron como a esa chica que se paseaba por el firmamento rodeada de diamantes de LSD), a este bípedo implume al que llamamos ser humano le ha encantado sobremanera codearse con el poder y con la dominación de los congéneres que le rodean.

            Por otro lado y debido a nuestra pertenencia al Reino Animal, el ser humano realizará todas sus labores en base a los principios de economía energética; es decir, que si los movimientos que vamos a ejecutar para lograr un objetivo son mucho más costosos a nivel de gasto energético que el que supuestamente nos va a aportar la finalidad perseguida, lo abandonamos sin remedio y sin remordimiento alguno. No compensa. Todos los miembros de este Reino funcionan de una manera parecida y se vuelven comodones en eso que los cursis han dado en llamar zona de confort.

            Gracias a los dos postulados anteriores, el ser humano, o al menos una parte de ellos ha desarrollado una serie de redes, trasmallos y garfios que les han servido de dominación sobre los demás. Y no estoy hablando de una dominación realizada por la fuerza bruta proveniente de la violencia, las armas y la delación más infame y nauseabunda. No. Nuestra enorme capacidad cerebral, en algunos casos, nos ha llevado a ver que para dominar a nuestros semejantes no es necesario todo esto, pues más que necesario es contraproducente, sino que basándose en la inteligencia de unos y en el tan cacareado confort de los otros, los ejercicios de sometimiento no solo son más efectivos, sino que también son más asépticos e higiénicos. Además de sutiles. Pero no solo de sutilidad viven las personas, pues, si se realiza correctamente, el dominado será tan feliz y se creerá tan libre como lo son las avecillas del campo y hará honor a las palabras dedicadas por Fiodor Dostoyevski a tal empresa: «La mejor manera de evitar que un preso se escape es asegurándose de que nunca sepa que está en prisión».

            ¿Y cómo se consigue que nos tengan encerrados, cercenadas las alas batientes de nuestra libertad sin que nos demos cuenta de ello? Pues de la manera en que desde tiempos inmemoriales se viene realizando: con el pan y el circo.

Decíamos más arriba que el ser humano, como todos los animales, calcula el gasto energético de sus acciones en relación al supuesto beneficio obtenido. Pues ahí tenemos la clave de sol de nuestra prisión sin rejas. Si una persona se encarga de traer nuestro alimento diario a la puerta de casa, no tendremos la necesidad de salir a trabajar para poder comprarlo en el supermercado, en los casos más afortunados, o a buscarlo en medio de la naturaleza o de un basurero, puestos en lo peor y por desgracia. Esto se consigue a través de subsidios, ayudas y limosnas varias camufladas con el almibarado sabor de las políticas sociales («porque tenemos derecho, porque nos pertenecen, porque nos las merecemos»), que impiden que nos desarrollemos como personas y nos transforma en bestias de carga al albur de que el ganadero nos llene el pesebre de pienso compuesto con forma de hamburguesas y bocadillos de calamares y el abrevadero de cerveza y buen vino. Pero con la barriga llena y, sobre todo, sin la preocupación de tener que conseguir la comida de nuestra, cada vez más escasa, prole, la materia gris empieza con la centrifugadora de pensamientos, en un principio divagadores para ir pasando al rango de mucho más concretos y, por lo tanto, más peligrosos. Tan peligrosos que pueden llegar a cuestionarse los tornillos, las bisagras y los motores eléctricos (imposible ser de otra manera en los tiempos que corren) del poder. Ante este problema emergente, los poderosos descubrieron el modo de tener las panzas llenas y las mentes entretenidas. Y crearon el circo. Hoy también conocido como plataformas de entretenimiento.

Ya lo tenemos todo.

Pero los cerebros que controlan las argucias siniestras del dominio descubrieron que se necesitaban una serie de válvulas de escape para que las mentalidades más inquietas satisficieran sus necesidades de creer estar nadando a contra corriente. Para ello crearon esas pequeñas vías por donde transitan las asociaciones de todo pelaje, sindicatos sin afiliados y partidos políticos con una verborrea capaz de superar con creces los límites de decibelios impuestos por el ayuntamiento de turno. En estos muros se puede gritar, se puede alborotar, se puede incluso lanzar cócteles molotov, y un millón de etcéteras que consiguen apaciguar las hormonas de la rebelión que laten en la sangre de los embravecidos descendientes de Lucy. Un lugar, al fin y al cabo, donde ejercer el derecho a la pataleta; pero un derecho a la pataleta de niño consentido, sin apenas daños colaterales y sin mártires que hagan callo en la sociedad.


            Pero para controlar ese minúsculo campo de batalla de las causas perdidas o de las pataletas malcriadas, los directores del teatro donde vivimos, descubrieron la manera de que las algaradas fueran canalizadas y minimizadas para servir como resortes del mando y no como verdaderos revulsivos contra el poder, que es lo que deberían ser. Se tuvieron que inventar las subvenciones. Las subvenciones que hacen que la fiebre de cambio, la algarada antisistema y el altavoz del panfletario profesional sean solo una bonita pose en Instagram. Porque nadie en su sano juicio muerde la mano que le da de comer. Y las subvenciones dan de comer a las asociaciones y a las personas que se suponen que se van a convertir en la china en el zapato de quien dirige el movimiento de las cuerdas de la marioneta del mundo. 

            Con todos estos asuntos lo que se ha conseguido es dar por válidas las palabras del bueno de Dostoyievski, pues estamos presos de una cárcel que para nosotros, los presidiarios, no existe, pues creemos que tenemos la libertad (subvencionada y por lo tanto, controlada) de gritar a los cuatro vientos contra lo que no nos parece justo o creemos que no lo es o, peor aún, nos dicen que no lo es. Y nosotros lo creemos a pies juntillas. Pero las rejas de nuestro calabozo no son de hierro, sino de pan, de jamón cinco jotas y de langostinos sindicales y los grilletes que se ajustan como seda a nuestras  muñecas están construidos con el aroma que desprenden Netflix, Youtube e internet.

            Y mientras tanto, nosotros, bípedos implumes descendientes de la coqueta Lucy, seguiremos gritando al aire contaminado de nuestros sueños que somos libres de atar.

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