ESCLAVITUDES I: Esclavos de la comodidad

 

«Somos esclavos de la comodidad» he leído no ha mucho en algún lugar de internet. Me parece una frase más que acertada, sobretodo porque continuaba el texto diciendo que queremos llegar a sitios remotos, disfrutar de paisajes increíbles apenas hollados por pupilas privilegiadas y vivir la aventura más rotunda cobijados bajo la frescura artificial del aire acondicionado de nuestro coche eléctrico de último modelo, nada contaminante y respetuoso con el medio ambiente. ¡Faltaría más!

                                                                                                                            PublicDomainPictures

            Muchos maestros de la nada, de esos que ahora se hacen llamar coach, nos taladran el encéfalo desde los sitios más recónditos de la web, de las redes sociales o de cualquier otro lugar que se precie en darles voz con la idea de que para conseguir alcanzar las metas que nos proponemos, tenemos que salir de nuestra zona de confort. Tan manida se vuelve la aseveración que nos llegan a convencer y nos levantamos por unos instantes del sofá como expelidos por resortes dorados. Pero a la hora de la verdad, cuando el sol aprieta inclemente sobre la cabeza, cuando las curvas de desnivel del mapa se juntan tanto que ni con una lupa podemos despegarlas y cuando los caminos transitados a medias se tornan en una suerte de pedregales con ínfulas de intransitables, nos entra el canguelo, se nos pasa el furor que nos hizo apearnos de los cojines del sofá y nos enchufamos a cualquier plataforma que nos dé, ya deglutida para evitar caer en malos o críticos pensamientos, la serie que nos gusta, la película absurda que nos entretiene o el documental a vista de dron que nos ofrece el paisaje que tal vez in situ quisimos ver, sentir en el vello que enjaeza nuestra piel u olfatear con la nariz levantada. En ese documental el sol no nos calienta el cráneo, las curvas de desnivel no hacen que nuestra respiración se olvide de entrar a plenitud en nuestros pulmones y las piedras del camino no provocan en nuestros tobillos ninguna torcedura, por mínima que esta sea. Mucho más cómodo y sin el menor riesgo todo, dónde va a parar.

            De este modo, no llegamos a valorar el esfuerzo que cuesta alcanzar el lugar donde queremos arribar, el placer de haber llegado, ni siquiera la satisfacción de lograr lo que uno quería conseguir sin más ayuda que sus propios medios. Todo esto, que no es poco, forma parte del placer o la serenidad de la aventura, del paisaje inefable o del logro alcanzado. Es más, sin estos componentes, el hecho en sí queda desdibujado, emborronado, difuminado en un mar de espesura. El sabor no es un sabor dulce, sino más bien acerbo.  Un sabor que, por amargo, nos impide disfrutar, aprender y hacer que nos conozcamos un poquito mejor, revalorizarnos como personas, multiplicar por ocho la plenitud vital y deshacernos de la dura cáscara que nos recubre en forma de comodidad para iniciar el camino, que es el verdadero sentido del viaje, hasta llegar a nuestra meta.

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