El niño sin pueblo
En mi colegio hay un niño que todos los veranos va al pueblo con sus abuelos. Es el premio que tiene por sacar buenas notas, por portarse bien y por ayudar a sus padres a poner la mesa, a secar los cubiertos y a limpiar las migas del bocadillo de nocilla de la merienda. Es un buen chico porque todos los años se va desde que terminan las clases y vuelve el día de comienzo del nuevo curso. Él está encantado con ese premio.
Yo le hablo
de mis regalos por buenas notas y él me dedica una mirada que no sé muy bien qué
puede significar. Yo le cuento lo de aquella bicicleta con marchas que me
regalaron el año pasado o el geyperman por tener quinto aprobado. A veces se le
enciende una chispa en los ojos cuando charlamos de los regalos, pero dura muy
poco y pronto se le pasa.
Cuando en
septiembre volvemos al cole, yo le
cuento mis aventuras en la playa. Mi padre nos lleva a primeros del mes de
julio, carga el coche con las sombrillas, las tumbonas y la nevera portátil,
ajusta la maleta al techo rojo del Renault doce y enfilamos la carretera de
Valencia cuando el sol calienta en lo más alto. Mi abuelo siempre se sienta en
el asiento delantero, junto a mi padre, y no para de indicarle por dónde tiene
que ir, por dónde se coge menos caravana y por donde se ahorra uno más minutos.
No calla en todo el viaje. En el asiento de atrás nos acomodamos mi madre, mi abuela, mi hermana Trini y yo. Siempre que
vamos a la playa, mi padre escucha en la radio viejas canciones de Lola Flores
y de Antonio Machín y así no tiene que aguantar las indicaciones, todos los
años las mismas, del abuelo.
Al día siguiente de llegar al apartamento de Torrevieja que les tocó a mis abuelos en el 1,2,3, mi padre se viene a la ciudad porque tiene que trabajar en el banco. Mi madre, cuando se va, siempre dice que se queda de Rodríguez y yo no entiendo muy bien, porque nosotros nos apellidamos Sánchez. Mi abuela siempre dice: «seguro que se va a Madrid porque tiene una querindola en el trabajo».
Bajamos
todos los días a la playa y nos juntamos con unos amigos de la urbanización que
también ganaron el 1,2,3. Allí jugamos a las palas, nos tostamos al sol y
hacemos castillos de arena inexpugnables (o eso dice mi abuelo, a quien le
divierten más las construcciones que a mí). Después de la siesta, otra vez a la
playa, a jugar con las olas, a moldear animalitos de arena con moldes de
plástico y a hacer rabiar a Trini si le echo arena por la cabeza. Por la noche,
en el paseo marítimo, pedimos tarrinas de helado los pequeños y corte los mayores. Están riquísimos y hay días en
los que solo deseo ver llegar la oscuridad de la noche para chupar la
cucharilla de colores.
Mi amigo
dice que en el pueblo ordeña las vacas, lleva a pastar a las cabras y monta en
el mulo pardo de su abuelo. Nunca he hecho eso. Ayer le pregunté a mi abuelo cómo
era una cabra y casi me suelta un pescozón. Pero tampoco me lo ha dicho, ni me
ha llevado a algún sitio donde pueda verlas. Pero en la playa ha desaparecido
unos momentos y, al volver, ha traído un molde de plástico, le ha llenado de
arena y me ha enseñado cómo es una cabra. Me he quedado un poco raro con la
explicación y le he preguntado por si las cabras tienen pelo. Ahora sí, me he
llevado el pescozón. Estoy deseando llegar al colegio y que mi amigo me
explique cómo son las cabras de verdad, y que se siente cuando uno monta en un
mulo o a qué sabe la leche recién ordeñada.
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