Ingenuos
Me precio de tener una memoria devastada, como campo de
barbecho, de esas memorias que se desprenden de la cascarilla superflua pero, a
poco que rascas, sí que puede llegar a aparecer el petróleo. Por eso, de las
cosas que aunque sean importantes, me importan una… más bien poco, me olvido
con la velocidad con la que toman las curvas los ferrari en los circuitos. Pero, de las cosas graves, de las que nos
afectan aunque no queramos verlo, de las que se quedan marcadas con un arañazo
profundo en el corazón, de esas, de esas no me olvido.
Y no se me
olvidan las guerras, los atentados que durante tanto tiempo nos han aterrado y
aún están latentes ni de la cantidad de chorizos que nos han esquilmado la
hacienda común desde la comodidad e impunidad de los despachos con asientos de
cuero. Tampoco se me olvidan las reacciones de las personas que los sufrieron,
que fueron testigos del horror o, peor aún, de los que sonrieron y se mostraron
como lo que realmente eran (o son): cooperadores necesarios de lo ocurrido.
Pero este
mundo veloz que no para en ningún
apeadero donde podernos bajar, gira y gira con estrépito y nos hace olvidar las
cosas ayudados por el exceso de información que nos abruma. Porque una noticia se
superpone a otra, sin tiempo a deglutirla ni a hacer la digestión y ya la
tenemos que expulsar para hacer hueco a otra. Y así, una detrás de otra, se van
amontonando en nuestra masa encefálica, quien se va deshaciendo de ellas para
no caer enfermo, para no claudicar ante los espasmos sociales de una u otra
índole y para no acabar ingresado en el frenopático pendiente de tomar la
pastillita de después de cenar. Y es esa un arma de control masivo: si
olvidamos las cosas en las que se encontraban involucrados hunos y otros, olvidamos su verdadera faz y caeremos de manera
irremediable en sus redes de perpetuación en el poder. Ni más ni menos.
Este olvido tan necesario para unos pocos (sí, esos pocos que se intercambian de collar pero siguen siendo los mismos perros) se ve apoyado por una masa o multitud que jalea según se les vaya indicando. Es como esos programas de televisión en el que un público comprado por un bocadillo de chóped (pero de los buenos, ¡oiga!, que es de lata) aplaude, ríe o se emociona cuando un señor, o señora, les muestra un cartelito sobre su cabeza con lo que tienen que hacer. Pues a nivel social nos ocurre lo mismo. Verbigracia: ocurre un terrible atentado en la sede de una revista satírica que da caña con sus viñetas a diestro y siniestro. Varios de sus trabajadores (dibujantes, guionistas, creadores de contenido) son ejecutados por las hordas islamistas radicales. Todo el mundo se conmueve, y con razón, de la barbarie. Las velas se encienden en homenaje a las víctimas; los altares callejeros con frases manidas de ánimo y apoyo se extienden por toda la ciudad, por todas las ciudades, por las redes sociales el apoyo se globaliza y todo el mundo pone sobre su imagen la bandera del país donde ocurrieron los hechos. Nadie se queda sin llorar.
Pero
aquella vez nos sentimos bien, fuertes, capaces de frenar la barbarie que de
cuando en cuando estalla en nuestras calles impías con el solo hecho de encender el pabilo de una vela, arroparnos
con la bandera del país donde masacraron a personas sin motivo o poner en
nuestro estado de güasap que nosotros
también somos las víctimas. Porque no hay arma más potente que la de llevar un
pin en la solapa que diga que soy un tío solidario, preocupado por lo que
ocurre en mi país, en mi ciudad o en mi barrio para que el terrorista que,
armado con un fusil de asalto, se frene, reflexione y ceje en su actitud asesina y nos abrace con el cálido abrazo de la paz. Y esto se puede
trasladar al tirano de turno que invade un país, que lanza bombas de racimo
sobre ciudades o atropella con las cadenas de sus tanques los cadáveres
desmembrados de sus enemigos abatidos, quien acojonao ante nuestras muestras de solidaridad en las redes
sociales, frenará de inmediato la guerra y se sentará en Versalles a firmar una
paz beneficiosa para todos, de esas que no ofenden a nadie y que nos hace
felices en esta existencia tan superflua de la que gozamos.
Es algo
parecido a pensar que al vegetariano que se pierde en las selvas vírgenes del
Indostán le va a respetar el hambre voraz del tigre de bengala, por el solo
hecho de no dar bocado alguno a unas buenas chuletas de cerdo.
Ingenuos.
Comentarios
Publicar un comentario