El niño con pueblo

 

En mi cole hay un niño que dice que no tiene pueblo. Es de la ciudad de toda la vida. Sus padres nacieron aquí, sus abuelos también nacieron aquí y hasta sus bisabuelos no conocieron otro sitio distinto a esta ciudad.

            Cuando me lo ha dicho me ha dado mucha tristeza por él, pues la mayor ilusión mía es poder ir al pueblo cuando llega el calor y las clases se terminan. No me puedo imaginar que no vaya en verano a escuchar a las chicharras cantando su eterna canción en las ramas de los árboles; ni que no vaya con su abuelo montado en el mulo a pastorear a las ovejas; ni siquiera que no sepa cosas como que los huevos los ponen las gallinas y éstas comen el maíz de la cosecha.

            Él me dice que todos los veranos se va al apartamento que le tocó a sus padres cuando concursaron en el 1, 2, 3, allí en Torrevieja, provincia de Alicante. Todos los días va a la playa y tiene muchos amigos en la urbanización, todos hijos de concursantes televisivos. Juega, por lo visto, a las palas en la playa y hace castillos de arena gigantes con destino a ser comidos por las olas del mar. A veces, se van de excursión a Alicante y suben a un castillo donde el sol derrite las piedras y el metal de los cañones. Cuando me cuenta todo esto, se le hincha el pecho como a los palomos de mi abuelo cuando ven a una paloma cerca. Me lo dice como si quisiera que yo tuviera envidia de los veranos de su familia.

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            Yo prefiero irme al pueblo, ayudar a mi abuelo a cuidar el ganado, a ir a pescar con los amigos a la poza y a montar en bici por todos los caminos de polvo, baches y alguna piedra traicionera. Me lo paso muy bien. Mis amigos de allí saben mil y una cosas de arreglar pinchazos, cazar saltamontes para ponerlos de cebo en los anzuelos y hasta cargar una escopeta balinera y hacer puntería con ella. Cuando hace calor nos bañamos en la piscina o en una charca donde el agua del arroyo dura casi todo el año. Compartimos agua con ranas, peces y culebrillas de agua, que aunque no hacen nada, a las niñas las asusta, y nosotros nos reímos de sus miedos.

También nos vamos al cementerio a dar sustos cuando se hace de noche, pero muchas veces los que nos llevamos el susto somos nosotros. A veces da mucho cague escuchar un ruido desconocido y ¡pies para qué os quiero! bufamos  hacia el pueblo como si nos persiguieran los cuernos del diablo. Por las noches también nos sentamos con tío Manuel y nos cuenta historias de miedo, o un montón de chistes, como dice él, picantes, que nos hacen mucha gracia. Y así hace menos calor.

El niño de mi cole me dice que en la playa nadie cuenta historias de miedo o chistes picantes, pero que come unos helados de los más ricos del planeta.  A mí, eso me da igual, porque mi abuela vende en su tienda unas gominolas amonedadas de a peseta, vienen rebozadas de azúcar y están la mar de buenas. Cuando todos se va a echar la siesta, yo me acerco al frasco donde las guarda para la venta, lo abro con mucho sigilo y me cojo dos o tres. No puedo coger más, porque mi abuela ve que faltan y me da alguna que otra colleja. Mi abuela, a pesar que siempre se está quejando de que tiene muy mala la vista, lo ve todo y sabe cuando falta alguna gominola y, lo peor de todo, sabe que he sido yo el que me la he llevado.

Me gusta ordeñar a las vacas y guardar la leche en unas calderas de zinc relucientes ante los rayos del sol. Luego la abuela, con un medidor de medio litro y otro de un litro, la vende a las mujeres de luto que van a la tienda. La leche recién ordeñada es el olor que más me gusta de mi pueblo. Es un olor que en la ciudad no se puede reproducir, ni ver, ni sentir. Huele a vida y a salud, como dice mi abuelo.

Mi amigo del cole no sabe distinguir una mula de un caballo, una oveja de una cabra o una vaca de un toro. Seguro que es porque en la playa los animales son esos trocitos de plástico inventados para llenarles la tripa de arena y hacer figuritas con ellos.

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