Cuaderno de bitácora del capitán Boyton, viajero en el tiempo.
Después de miles y miles de aventuras por todos y cada uno de los continentes de este nuestro mundo, logré hacer sociedad con un viejo científico, que más tenía de alquimista que de científico, el cual me vendió una máquina con la capacidad de viajar a través del tiempo. Cuando me la enviaron a casa, el repartidor me miró con ojos de ver a un ser ingenuo y esto levantó en mí una ligera sospecha de haber sido estafado. Por mi mente se pasaron las portadas de los periódicos de todo Baltimore, en las que se me veía en un daguerrotipo con la cara atravesada por el espanto y en el que se podía leer con letras pomposas: «Famoso capitán y aventurero estafado por alquimista loco».
Pero no, no
fui estafado. Tiré de la cuerda que arrancaba el motor y pude escuchar como canto
divino el sonido perfecto de su mecanismo. Me introduje en la cabina y en el
frontal tenía un cuentapasos con una
serie de dígitos bajo el lema de los meses y los años. Manipulé el medidor y
pensé que debería poner un año cercano al mío: 1898 sería un buen ejemplo, con
la intención, sana, de no adelantarme demasiado y poder sufrir un shock
anafiláctico o de cualquier otro tipo por el impacto mental que podría llegar a
sufrir. Giré con cuidado la ruleta y un pequeño chasquido me indicó que algo no
iba bien. Volví a girar y, sin hacer caso a mis indicaciones, el año que se
quedó grabado, y que me fue imposible cambiar, fue el de 2098, justo doscientos
años más del año al que yo quería viajar. Me volví a sentir estafado y, en mi
mente, mi cara encabezaba todos los periódicos de mi ciudad.
Pero como
yo había venido a jugar, arranqué la máquina y aceleré todo lo que pude.
Escuché a todo volumen una luz cegadora y pude ver con total claridad un
estruendo más potente que el rugido del trueno que sigue a un terremoto. Como
pude, me tapé los ojos para no oír y los oídos para no ver. Pero como tengo la
manía de tener sólo dos manos, no pude tapar mi boca que lanzó un grito
ensordecedor, que hizo temblar el cuadro de mandos del cacharro que pilotaba. Tras
un ligero mareo, como un vahído de seda, la máquina se paró en seco. Miré por
los cristales de la cabina y no vi nada raro: me encontraba en un trigal cuyos
integrantes crecían bañados por las lágrimas del sol. Pero cuando puse un pie,
el derecho, en el suelo fui acosado por una especie extraña y novedosa para mí.
Frente a mis huesos tenía a una caterva de perros bípedos que iban ataviados
como con una especie de gabardina negra que llevaba grabadas en un lateral una
K y un 9. K9. Mi cara de perplejidad tenía que ser una compilación de poemas.
Me hablaron en un perfecto inglés, con acento de Oxford, y me ordenaron que me
lanzara al suelo sin miramientos.
—¡Plas!
¡Plas!
No entendía nada, pero obedecí. Una vez en
el suelo, pude observar cómo se acercaba a mí un ser que me olisqueaba, tenía
manos y pies humanos y las patas carecían de pelo. Cuando me engrilletaron las
manos a la espalda y me levantaron, pude observar a un joven que caminaba a
cuatro patas y tenía el típico comportamiento de un can en estado puro, incluso
roía un hueso que como premio había obtenido por su trabajo. Se habían
intercambiado los papeles que la naturaleza nos había asignado, allá en los
tiempos lejanos de la creación, y los perros eran hombres y los hombres eran
perros.
Me quejé en varias ocasiones e indiqué que
era un ciudadano americano y que me acogía a la quinta enmienda. Como respuesta
recibí un par de porrazos por parte de un perro y un par de tarascadas lanzadas
por el ser humano que gateaba (o perreaba) por el dorado trigal. Me encerraron
en una cárcel con barrotes de un material duro, inflexible y, por supuesto,
inexpugnable. Mi compañero de celda, un hombre de raza negra que mostraba al
aire sus huesos y que, comidito por la roña, la falta de aseo y el descuido de
sus celadores, comenzó a hablar sin dilaciones sobre dónde nos habían
encerrado. Llevaría habladas unas tres mil palabras cuando reparó en mi
atuendo. Se sorprendió sobremanera y soltó una carcajada que provocó la ira de
nuestros perros carceleros.
Le expliqué mi viaje por el tiempo y me
tomó por un chalado más de los muchos que la revolución, y lo dijo en bajito para que ni las paredes, ni los
techos ni los barrotes se enteraran, había dejado por ahí tirados y desvalidos.
Le pregunté que qué había sido esa revolución,
también lo dije en bajito, más por mimetización que por otra cosa, que yo,
hasta el momento, desconocía. Me contó que una vez se pudo aplicar la Agenda
2030 en todo su esplendor, el mundo se había transformado de manera bestial,
radical y hasta tangencial. Las personas habían dimitido de ser personas para
convertirse en una masa amorfa de carne infecunda dedicada al noble arte de
tocarse los… vamos, de no hacer nada. Las máquinas que los humanos habían
inventado durante todo el siglo XX y el XXI, se quedaban obsoletas en segundos
y como perdían toda su utilidad práctica se organizaron en sindicatos, también
obsoletos, que fueron acaparando poder poco a poco y, como los sindicatos de
los seres humanos habían perdido el norte (como el resto de los humanos) y sólo
se dedicaban a lamer el culo de los poderosos, a comer y cenar delicatesen en
buenos sitios y a rascarse el perineo, fueron deglutidos por los sindicatos
maquinales y defenestrados de las mesas que con asiduidad usaban en los
restaurantes de postín.
Las mascotas, siguió contando mi compañero
de mazmorra, fueron acopiando poco a poco el poder. El poder que los humanos
les íbamos dando: primero cuando les empezamos a tratar como a seres humanos;
después cuando los sustituimos por nuestros legítimos herederos (descendientes
quiso decir) y, por último, cuando, ya con toda la fuerza acumulada, les
votamos en las elecciones para presidentes de las repúblicas que se esparcían
por el orbe. Una vez en el poder, los perros se deshicieron de la compañía de
gatos, hamsters y cobayas y se lo quedaron todo para ellos. Adiestraron a los
humanos como si de chuchos se tratara, les enseñaron a hacer caca sólo en la
calle, a obedecer cuando les ordenaban que se sentaran o que se tumbaran y les
hicieron canes policías, de presa y hasta de caza. Se convirtieron en unos
déspotas sin escrúpulos que atormentan a todas las especies y, en especial, a
los humanos. Muchos de ellos (los humanos) estaban tan embebidos en su mundo de
tocarse semejante parte (él no dijo eso de manera literal, ya se pueden ustedes
imaginar) que ni siquiera se dieron cuenta de que las cosas habían cambiado y
que se habían convertido en esclavos sin remisión. Pocos se enfrentaron a la
dura realidad, entre ellos mi compañero roñoso, y dieron con sus huesos en el
penal, martirizados hasta morir o, directamente, acabaron en los cuencos de
comida en los que todavía se puede leer el nombre del perro que en él se
abastece de alimento. Algunos perros también se revelaron, pero estos fueron
directamente exterminados, junto al resto de su familia, claro.
Pero la gran mayoría de los humanos,
continuaba la verborrea de mi nuevo amigo del futuro, sigue como estaba, feliz
en su estulticia, sin importarle una mierda (qué soez me pareció esa expresión)
hacia dónde nos dirigimos y, como tienen el plato de comida lleno, las
pantallas diciendo lo que ellos quieren oír, ver o sentir y la cópula semanal
(y si se portan como es debido, intersemanal)
asegurada, pues qué más les da. La gran mayoría no tiene conocimiento de la
existencia de estos guantánamos (no
le entendí bien lo que quiso decir con eso) y ojos que no ven corazón que no
siente, ni son conscientes de que quien dirige los designios del mundo son los
perros y de que como especie hemos dejado de ser lo que éramos para
convertirnos en una piltrafa a la deriva del oleaje que provocan quien se
mantiene aferraos al poder.
Intenté fugarme, pero me resultó imposible.
Intenté adaptarme para unirme a ellos, pero también me fue irrealizable.
Intenté suicidarme, pero para eso hay que tener vocación desde pequeñito y
carecía de ella. Y tras todos los intentos no me quedó otra que penar de por
vida en una cárcel que casi nadie tiene conocimiento de su existencia. Me
cisqué en todos los antepasados del loco alquimista que me vendió la máquina
del tiempo. Con lo feliz que yo era en mi 1895.
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