Sin Filosofía, sin Humanidades, sin asideros morales
Platón, Arsitóteles, San Agustín, entre otros muchos y por este orden, ya no estarán en el ordenador en el que se encuentran mis libros de textos. A lo mejor es porque ocupan mucho espacio en la memoria y no dejan que otro tipo de nombres importantes se acuesten por la noche entre el sistema binario de su disco duro. No sé, se me ocurre que son mucho más importantes Zapatero, Aznar, Rajoy o Sánchez, verbigracia, valedores del sistema planetario y perfecto que nos protege como ciudadanos de pleno derecho e izquierdo.
En el instituto en el que curso mis estudios obligatorios van a relegar a la Filosofía y, por ende, al resto de HUMANIDADES (así, con mayúscula) al cajón de las cosas que nos deben importar una mierda. Porque, con sinceridad, ¿a quién cojones le importa aprender ese tipo de cosas?
A nadie.
Porque esas materias nos enseñan a conocer el mundo que nos rodea, la ubicación que tenemos en el mismo y el sitio del cual venimos. Ni más ni menos. Pero, claro, si me desubican, me roban el sitio del cual vengo y, por último, no me muestran todo lo que me rodea me están emasculando el intelecto. De este modo, me quedo a la deriva, a merced de los vientos que soplen a cada momento… Y si ahora sopla el viento de babor, me escoraré sin duda hacia la izquierda; y si el viento cambia de dirección y arrecia desde estribor, la nave que piloto se desviará hacia el lado derecho de mi rumbo. Así será como el viento gobernará la nave de mi vida y no yo.
No sabré cómo hacer un juicio crítico de las diferentes galernas que levantan con brío olas en el mar y el barco, acompañado de los crujidos de la madera de su quilla, estará expuesto a las veleidades del Neptuno de turno. De tanto azotar el viento en uno y en otro sentido, correré el trágico peligro de naufragar, de no encontrar el sentido a una vida aburrida e inane, ausente del bien, la belleza y la verdad. Y después de defenestrar al espíritu crítico que me pueda arribar a buen puerto, sólo me quedará el caramelo amargo de la producción y el consumo. De producir y consumir hasta el final.
A las velas de las HUMANIDADES las han hecho trizas, jirones y sólo quedan de ellas los hilos irreductibles que se aferran a los mástiles como si fueran garrapatas. Pero no ha sido cosa de ahora. No. Esto viene de muy atrás, de muy lejos en el tiempo, de cuando los antidogmáticos se convirtieron al dogmatismo y vieron las bondades que para sus intereses de ello se derivaba y, amparados bajo el paraguas de la dictadura de la democracia, de la prisión de la libertad o del fanatismo de la tolerancia, se frotaron las manos con las almas desnutridas de los estudiantes. Ya no veían almas, sólo futuros votantes.
Incapaces, por pura ignorancia o, peor aún, por interés, de materializar una ley de educación digna de su nombre, se aprovecharon de sus defectos para que las mencionadas leyes se transformaran en mera normativa de adoctrinamiento, de eliminación de la capacidad de pensar por sí mismos y de convertir a los impúberes de mi generación en los seres maleables del mañana. O, mejor dicho, en los votantes que se requieren para que a sus posaderas se les haga callo de tanto sentarse en los escaños azules del poder político.
Y por eso, unos las hacen y otros las conservan; unos las conservan y otros las hacen. Y, al final, ocurrirá como en el libro visionario de Orwell Rebelión en la Granja, en la que nos harán olvidar las cosas que nos sucedieron, se nos cambiarán, según interesen, los «siete mandamientos» que nos han de guiar y, por último, no sabremos diferenciar entre los que nos gobiernan quiénes son cerdos y quiénes son personas.
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