La pólvora ardiente de las redes sociales

 La pólvora se ha prendido. Ha bastado un simple conato de chispa, ni siquiera con una temperatura elevada, para encender el reguero explosivo de las redes sociales.

            Sucede un hecho: Un hombre corre hacia una furgoneta de color oscuro donde alguien con prisa cierra la puerta corredera de su lateral. El hombre golpea con su mano desnuda los cristales. Tal vez les grite. Se hace daño en los nudillos, de donde se derrama el tímido rojo de la de sangre. Continúa corriendo en pos del vehículo, a pesar de que su persecución a todas luces es absurda, descabellada e inútil.

            Alguien a bordo de un coche para a su lado y le pregunta qué es lo que está ocurriendo.

            —¡Sigue a ese coche oscuro!— Le dice con un tono que verdea la desesperación.

            Inician una persecución implacable que apenas dura el recorrido de un grano que cae en el reloj de arena. Entre el ruido, los nervios imperantes y el tráfico denso el vehículo perseguido hace mutis por el foro, desaparece, no se le vuelve a ver.

            —¿No vas a llamar a la policía?—dice el sorprendido conductor.

            Asiente:

            — Se lo han llevado, niño—dice por teléfono a un interlocutor del que nada sabemos.

            Regresan sobre las rodadas de goma de su vehículo y deja al corredor donde se había montado en el coche. Todo es muy raro. Pero acaba de verse involucrado en la persecución de un temible secuestrador de niños. O eso cree. Saca su móvil, que no está muy escondido, y teclea con la velocidad de una mecanógrafa con título que acaban de secuestrar a un pobre niño; que todo el mundo ande con ojo que hay una banda de secuestradores de infantes actuando en la ciudad, que Dios sabe para qué espantoso fin los raptan.

            Los grupos de las redes sociales están a un solo verbo de hacer estallar el miedo entre los transeúntes. Varios testigos surgen del anonimato de sus apodos o nombres de guerra para confirmar la notica que «con sus propios ojos» acaban de observar. Los más osados indican el nombre  de la carretera y la dirección de huida de los delincuentes. Otros afirman conocer a la progenitora del rorro y muestran con palabras el estado de postración psíquica a la que se encuentra sometida por la desaparición de la luz de sus ojos, del motivo de su existencia. Hay emoticonos de apoyo a la madre desolada, lazos de un color ya utilizado en otras causas tan solidarias como la que acontece inundan los grupos de redes sociales del tipo «No eres de Villarriba si no dices…» o «Está pasando en…» o «En directo desde…». Los cientos, qué digo cientos, los miles de seres que pululan por este tipo de espacios virtuales iluminan sus caras de un rojo que desprende un fuerte olor a ira y comparten y comparten hasta saturar todos los dispositivos tecnológicos de la ciudad, de la comarca y de toda la provincia.

            El miedo instala su tienda de campaña en las casas de las personas que han leído la terrible y temible noticia.


            El revuelo llega a oídos de la policía que tiene que tomar cartas en el asunto. Hurgan por aquí, rascan por allá, interrogan por acullá. Buscan testigos que en las redes, los muy gallitos, decían haber visto todo como si de una película se tratara. Ahora, nadie ha visto nada. Indagan sobre la identidad de la madre desolada que llora apenada la pérdida de un hijo tan pequeño. Nada de nada. No existe ninguna apenada madre soltera en busca de su hijo. Los lazos de colores y los emoticonos se van reblandeciendo como el papel de un viejo periódico cuando cae al río.

            Una chivata cámara de seguridad desvela que no había ningún niño, que sí que había una hombre corriendo tras una furgoneta oscura, pero que del niño no había ni rastro. Los policías preguntan en las tiendas de los alrededores y sí, hubo un hombre que salió corriendo detrás de una furgoneta que acababa de hurtar una serie de productos puestos a la venta en la tienda que regentaba. Del terrible y temible secuestro de un niño se ha pasado al hurto en una tienda. De unas palabras mal entendidas a una suspicacia dogmática y verdadera. De un situación de pánico y preguerra a una paz tranquila y de calma chicha.

            El rumor de las olas dejó de oírse, pero nadie salió a gritar a los cuatro vientos (o a las cuatro redes sociales) que todo había sido fruto de un malentendido, de una imaginación desbordante o del simple equívoco de ver cosas que no son. Y, entretanto, seguiremos embebidos y atontados con el siguiente bulo que surja, que nacerá con la fecha de caducidad temprana. Y a este le sustituirá otro y al otro, otro nuevo y así hasta el más lejano infinito de nuestra adicción a las redes sociales.

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