La buena educación
Con
nosotros se cruza don Pablo, un hostelero de nuestro pueblo que dejó de serlo
acuciado por su ancianidad. Elegante, sobrio, con un saber estar que rezuma a
colonia de hombre de los de antes; nos da los buenos días y bajo su mascarilla
se vislumbra el color dulce de una sonrisa. Los que conversábamos al calor del
sol de primavera, nos hemos mirado, nos hemos preguntado si alguna vez habíamos
hablado con él y nos hemos contestado con la negativa. Pero juntos hemos
llegado a la conclusión de que nos ha regalado el deshoje de la margarita de la
buena educación porque es lo que tenía que hacer, lo que su conciencia le ha
dictado.
Ha
seguido su camino y se ha metido en un café donde nos figuramos que ha sonreído
y ha saludado al pasar antes de sentarse en la mesa de siempre a esperar que le
sirvieran el café.
Como debe ser.
Don Pablo lleva una gorra con un ligero ladeo hacia la izquierda, una americana azul y una corbata que le acaricia las arrugas que brotan en su cuello. Es un caballero. De esos que cuando saluda a una dama levanta con elegancia la prenda de cabeza y se ofrece a lo que haga falta, sin otro afán que el de agradar y el de sentirse complacido. Don Pablo mira a los ojos de la gente en busca de la verdad que cada persona oculta en su interior; a veces se lleva sorpresas que le brindan las malos individuos y, otras, las más, ve la dignidad en las pupilas en las que se para a descansar. Don Pablo tiene unas manos ni muy finas ni muy recias, hartas de trabajar tras la barra del bar de un restaurante, pero son de esas que cuando apretaban la de otro en un trato, no necesitaban ni notarios, ni jueces ni cuartelillos de la Guardia Civil. Una palabra que se daba era una palabra indestructible, sin mácula y, sobre todo, sagrada, porque los tratos se hacían con quien tenían a su palabra y a su apretón de manos en el altar donde se veneran las buenas obras.
Los
contertulios de la plaza pensábamos en lo necesario que sería que los chavales
aprendieran estas viejas, que no rancias, maneras de la gente mayor, que las
absorbieran y que las interiorizaran como sólo se sabe hacer con las buenas
costumbres. Que supieran que un apretón de manos y una palabra eran una ley
inquebrantable muy por encima de leyes orgánicas y constituciones; que el honor
se cultivaba, como las artes en el Parnaso, a base de trabajo, prestancia y
grandeza de espíritu que anda en busca y captura de la trascendencia y de una
vida sin tacha y digna de mirar a los ojos sin apartar la mirada, pues nunca
habrá motivo para ello. De sentirse
orgulloso de los pasos que le guían por la calle, por el campo o por las
moquetas que se han de pisar con el altivez necesaria e intachable del
caballero que sabe que lo que tiene se va a quedar en este mundo, pero que lo
que es le va a acompañar en la vereda que ha de hollar cuando la muerte, a la
que no teme, venga en su busca y le ponga ante la presencia de un más allá que
se ha trabajado con ahínco en el más acá.
Gracias. Tanto la educación como las buenas maneras no deberían perderse.
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