Las dificultades de ser golondrina
Esta primavera de calimas y vientos del sur les ha dificultado sobremanera el crudo asunto de cruzar el estrecho: las ruedas de sus maletas trolley se quedaban atascadas con el polvo sahariano. Pero las golondrinas, tercas como mulas, han logrado avanzar a su destino guiadas, sin duda, por el afán del pisito que les esperaba en el centro de la península.
Pero no
sólo el polvo en suspensión proveniente del norte de África ha sido el obstáculo
para la realización de una vida plena, pues una vez en el destino las cosas no
han ido a mejor. Ni mucho menos. Una vez aquí, han tenido que negociar con el
banco el tema de la hipoteca del nido, que
si el Euribor por aquí, que si la clausula suelo por allá, que si la
devaluación de la rupia por acullá… Vamos, que la cosa anda harto
complicada y el banco solo les da el ochenta por ciento y el resto del aporte
lo tienen que poner ellas.
Ojalá que todo terminara ahí, pero las cosas se siguen complicando a cada paso o batido de ala. Como el mundo se encuentra en un estado de agitación tal que, sin moverse, se oye el tintineo de las monedas de su bolsillo, hay tal cantidad de escollos que la vida se hace abrumadora. Veo a las golondrinas de mi barrio, con las gafas que luchan contra la presbicia a media asta, estudiando las diferentes facturas de suministros: La luz está con el flequillo tocando la estratosfera y el gas, a pesar de ser subterráneo, se ha subido a la parra y ha sobrepasado con creces el precio de cualquier otro producto de imperiosa necesidad, como pudieran ser la leche o el aceite de girasol. Casi todas las parejas que anidan en los voladizos de los tejados de nuestros bloques han decidido que para dar calor a los huevos que pongan cuando el buen tiempo asome por la ventana, sólo utilizarán la calefacción los fines de semana alternos. Como consecuencia de esto es más que probable que los pollos nazcan a medio terminar, es decir, con el lado derecho más desarrollado que el izquierdo, o viceversa.
Los precios del agua se disparan cada
año, bien por la desaforada estacionalidad de lluvias, bien por mala
utilización del recurso o bien porque es necesario desaguar para acumular más
electricidad que se venda a precio de diamantes sudafricanos. A ver cómo se las
apañan con estos costes para hacer el barro que se necesita para la reforma de
la morada. Así no hay manera. El nido necesita un repasito y una mano de
pintura todos los años.
Y qué decir de la inflación que hay
sobre los insectos, que está por las nubes y sin visos de querer decrecer a una
bajura donde anide la dignidad. Cada día está más complicado el asunto ese de
la descendencia, con estos precios, con estas subidas, con estas crisis; así
que no les queda otra que agenciarse una mascota que sale mucho más barato que
criar a cinco o seis polluelos chillones, hambrientos y expertos en el hurto de
la libertad de sus progenitores. Por las aceras de mi barrio ya he visto a
varias parejas de golondrinas pasear a un saltamontes amarrado con un arnés a
una correa. Le dejan que paste en lo que un día fue una verde pradera de césped
y no el campo de malas hierbas que es hoy y ahí deposita sus caquitas, que
recogen las golondrinas en una pequeña bolsa para depositarla en la papelera de
excrementos de saltamontes habilitada al efecto por el ayuntamiento carnal de
mi pueblo.
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