Infancia robada
La infancia es, o debería ser, el periodo más feliz de la vida de cualquier peatón, ciclista o conductor que se precie. También lo debe ser para quien no se ajusta a ninguna de las condiciones expuestas. Vamos, y dejémonos de rodeos sin sentido, de la vida de toda persona. En nuestra infancia se desarrolla todo lo que después estamos destinados a ser: se desarrollan los sentimientos; se desarrollan los conocimientos; se desarrolla el tú y el yo, el nosotros y vosotros, el tuyo y el mío, el nuestro y el vuestro. Pero la infancia es la etapa que siempre vamos a recordar a lo largo de este valle de lágrimas, a la que siempre vamos a querer volver: bien sea porque en ese maravilloso tiempo no teníamos las obligaciones o responsabilidades que ahora tenemos, bien porque el juego lo acaparaba todo y nos hacía sentirnos a gusto o bien porque nos sentíamos arropados por el cariño de nuestros padres y hermanos.
No me quiero imaginar ni por un solo momento la vida que habrán podido llevar esos niños que alzados a la fama por las peculiares características de su voz, su especial dote para la interpretación de personajes de ficción o por enfrentarse a los mandamases del poder en aras de dejar un mundo más sano y mejor para nuestros congéneres y que por tales hechos se convierten en niños que han dejado de serlo, niños que son tratados como adultos, niños explotados como esclavos para construir las pirámides de gente sin escrúpulos ni deseos de tenerlos que nadan a su costa en la abundancia crematística. Y una vez que la gracia que les aporta la infancia desaparece con la llegada del acné juvenil a sus impolutas caras impúbereres, son arrojados al vertedero del olvido, al ostracismo oscuro y silencioso, al titular de periódico digital del «¿Qué pasó con…?».
¿Y luego qué queda? Pues el recuerdo de una infancia distinta a la de los demás niños, sometida a la dictadura que el dinero en forma de fajos de billetes impone a la de la efímera fama. Y mirarán con envidia a esos niños que sin apenas nada son capaces de jugar, de inventarse universos imaginarios para surcarlos en sus naves espaciales, de cabalgar sobre dromedarios las arenas del desierto del Gobi. Pensarán que a ellos les truncaron su infancia, les desarbolaron su juventud y les jodieron la vida. Y los responsables de todo ello ¿pagarán el daño que les han causado? ¿o tal vez se consideren víctimas de un sistema que igual que encumbra a alguien le arroja por la borda para que le devoren los tiburones? De todos modos, los responsables máximos, los que realmente se llevan los maletines negros con esposas a la muñeca a los paraísos fiscales, nunca se sentirán responsables sino artífices de una infancia colmatada de éxitos, fama y lujo; pero no de las depresiones, el consumo abusivo de sustancias capaces de alterar el cerebro o el síndrome del juguete roto a los que se les empuja sin remedio al cubo de la basura.
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