Efímero
De un tiempo (largo) a esta parte, se ha reconocido en nuestra sociedad un término como es el de obsolecencia programa, mediante el cual los objetos que se fabrican tienen una fecha de caducidad. En unos casos suelen ser un número limitado de pulsaciones de un botón, en otros un número concreto de encendidos y en otros un número determinado de horas de funcionamiento. Esto es, que a cierta cantidad de veces que se utiliza el objeto, debidamente manipulado en su proceso de fabricación, deja de funcionar y, por lo tanto, de ser útil.
Esto
provoca que en nuestro cerebro se origine una constancia de la futilidad de las
cosas, es decir, que nos hacemos a la idea de que las cosas materiales que
utilizamos, consumimos o «nos hacen la vida más fácil» tienen una caducidad. Y
esto lo trasladamos a muchos otros aspectos de la vida (sí, esa que se nos hace
tan fácil) que convertimos en asuntos fugaces, con desuso anunciado o con obselecencia.
Porque, aunque no lo queramos ver, pasa. Y mucho más de lo que creemos. De este
modo, vemos que las relaciones personales que los seres humanos tenemos, una
vez nos hemos despojado de las materias indelebles de nuestras vidas, se
convierten en pasajeras, en lo que duren o en simples deseos con final
programado. Así, como no hay nada eterno o que dure toda la vida, vivimos con
ese prurito de hacer mucho pero consolidar más bien poco. Los matrimonios, las
relaciones de pareja y hasta la familia se convierten con este método tan abyecto
en meras cuestiones efímeras, en cosas de usar y tirar como esos famosos
pañuelos de papel que una vez nos hemos sonado se tiran a la papelera de la
esquina. Y que dure lo que tenga que durar. Así los matrimonios no son hasta
que la muerte nos separe ni las amistades son de esas que duran toda la vida ni
siquiera el amor a quienes nos han precedido en este valle de lágrimas dura más
que lo que tardan en ser seres achacosos, aquejados de demencia o que cuentan
viejas batallitas que no nos importan ni lo más mínimo.
Todo se ha
convertido en mercadería pura con un principio y un inevitable fin. Así el
índice de divorcios se multiplica exponencialmente a la cantidad de mascotas
que nos hacen más llevadera la soledad que nos impone el individualismo, porque
cuando decimos el sí quiero no lo decimos con el convencimiento de que vaya a
ser para siempre. Y como carecemos de ese convencimiento y sabemos que se ha
convertido en algo con una caducidad perentoria, no le damos la importancia
debida y a la primera discusión por cómo colocamos los cubiertos en el
lavavajillas, a la primera diferencia de caracteres o sólo a la primera de
cambio tomamos las de Villadiego y nos largamos con aire fresco en busca de
otra persona que nos aguante hasta que se extinga el contrato temporal que sin
firmar, firmamos. Nos importa un bledo la ruina que se arrastre, la desgracia
que provoquemos o el dolor que planea sobre esas personitas que tanto queremos.
Porque nuestras decisiones provocan un
tsunami que muchas veces nuestro egoísmo no nos deja ver, y, como no lo vemos,
pues tiramos para adelante y nos dejamos mecer por una felicidad que, como no
puede ser de otra manera, también caduca.
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