Pandemias, inconstitucionalidades y responsabilidad
La primera vez que tuve que hacerme una PCR, me la realicé en un laboratorio de la calle Ayala, en pleno barrio de Salamanca de la capital y cuando el país se encontraba por entero confinado. Mientras circulaba a bordo de mi coche en dirección a la gran urbe, el paisaje de la carretera era harto desolador: sólo camiones (pocos) por una autovía acostumbrada a un trasiego constante de todo tipo de vehículos, de todo tipo de cargas y de todo tipo de atascos. Cuando me adentré en Madrid el panorama fue aún más aterrador: calles vacías, casi tenebrosas a plena luz del día, vehículos de emergencia y aceras en huelga de peatones. La soledad pesaba como una losa de mármol sobre una ciudad que antaño populosa se desangraba en el fantasma de lo que en algún momento fue. El barrio de Salamanca se acurrucaba en un sueño eterno, en un sueño sin gente, en un sueño que más parecía pesadilla de agitado despertar. El silencio se extendía como un herpes por entre los bolardos, las vallas metálicas de las tiendas y los coches aparcados sin remisión junto a los bordillos. Me volví a casa tan rápido como pude, con miedo de mirar hacia atrás y verme fagocitado por un no sé qué intangible, mudo, carente de vida pero sobresaliente en terror.
Eran tiempos difíciles de una pandemia,
heraldo de la muerte y de la enfermedad, que se abalanzaba sobre todos nosotros
con la misma piedad que puede tener un caníbal hambriento. Los poderes públic0s
estaban perdidos como robinsones en la Isla de Juan Fernández; apenas eran
capaces siquiera de informar adecuadamente de lo que sucedía en realidad con el
enemigo microscópico que nos había vapuleado y puesto contra unas cuerdas que
nos llagaban las carnes; apenas eran capaces de poder suministrar lo necesario
para la feroz batalla a los profesionales que en la misma guerreaban; apenas
eran capaces de saber lo que nos estaba ocurriendo. Cierto que era complicado gestionar una situación sobrevenida con la
solvencia que el ciudadano medio exigía, o, al menos, debería exigir, que no
era ni es el caso. Para minimizar en lo posible el ataque del invisible virus, se
decretaron una serie de confinamientos y sus correspondientes prórrogas.
Dando cumplimiento a lo anterior, se cerraron por dentro las puertas, los cerrojos y los postigos de todas las casas habitadas, de todos los colegios y de todos, o casi, los centros de trabajo de este país, a la sazón España. Así quedaron bajo feliz arresto domiciliario unos pocos millones de españoles, de inmigrantes legales e inmigrantes ilegales… Hasta los indigentes que carecían de techo fueron arrumbados a sus chabolas o casas fabricadas con cajas de cartón pensadas para albergar neveras y otros grandes electrodomésticos, no para que en ellas residieran personas. Todos los que con sus pies o con sus sillas de ruedas hollaban el territorio patrio dejaron de pisar las aceras, salvo para que su perrito defecara, miccionara en los troncos verrugosos de los árboles u olisqueara el culete del perro del vecino. Apenas un rato se salía al balcón, a las ocho de la tarde, a aplaudir a un ente abstracto y lejano que eran los sanitarios, el personal de emergencias y hasta los cumpleañeros. Una vez que los políticos se apropiaron del batir de palmas, de las canciones inspiradoras y de los bailes regionales de balcón y hora concertada de unos ciudadanos secuestrados, poco a poco, las ovaciones se fueron extinguiendo como el calor de una pavesa en el frío aire de un olivar.
Retos en pijama, vídeos de profesores de gimnasia que nos prometían un cuerpo fit para cuando pudiéramos mostrarlo, videollamadas con los seres queridos y con los amigos plastas y, así, fueron pasando los días sin ver el sol y sin acariciar el pelo de la luna. Los niños dejaron de ser niños para convertirse en apéndices de las maquinitas de juegos virtuales, de los ordenadores portátiles y de los teléfonos móviles. Entretanto, en las residencias, los abuelos fallecían a mansalva, perdida la capacidad de poder emitir queja alguna.
Por todo aquello se tuvo que pasar; no nos quedaba otra si no queríamos ser sancionados por incívicos pobladores de esta tierra, por egoístas, por no pensar en los demás. Pero aquellas cientos de miles o millones de detenciones ilegales, que nos iban a hacer mejores, fueron recurridas y el Tribunal Constitucional decretó que gran parte de las medidas tomadas fueron inconstitucionales. Los adalides de la Constitución, de uno y de otro y de otro y de otro partido, habían sacudido, zarandeado y pateado en el culo a la sacrosanta Carta Magna, se la habían pasado por el arco del triunfo y nos habían obligado a cerrar nuestras puertas y ventanas por dentro, primero, y a ocultar nuestras bocas, después. Ellos, que se la llenan, la boca, de un constitucionalismo que, a la primera de cambio hace aguas menores y mayores, saltándoselo a la torera, sin importarles un ápice las consecuencias.
¿Y por qué no les importan las consecuencias? Pues simplemente porque no las hay o, mejor dicho, porque ellos no las tienen. Porque no les pasa nada. Porque no se juegan nada. Nadie de los que esto votaron en las Cortes ha tenido la decencia o el sentido común de dimitir, de apearse de su escaño y de buscarse las habichuelas como cualquier hijo de vecino, a la intemperie. Unos días aguantaron el chaparrón de las redes sociales bajo el techo donde se incrustan las balas del golpe del 23F, arrellanados en un sillón demasiado cómodo como para perderlo y ataviados con el terno azul de su sueldo cuasi vitalicio. Poco más. Pues el chaparrón, apenas un sirimiri incapaz de calar la caradura de estos infames, no ha llenado las calles de gentes que han perdido a sus padres, a sus abuelos o sus negocios familiares, exigiendo que los que se visten a diario con las vestiduras de la Constitución, para así escupirla con más saña, con más indecencia y menos responsabilidad, paguen por lo que han hecho. Porque han mentido, se han reído de la ley, han sometido, han subyugado y han encerrado a todo un país y aquí no pasa nada. Nada de nada. Ni una multa, ni una caída de la poltrona ni una inane dimisión.
Pero por qué van a dimitir si nadie del pueblo (¿soberano?) se lo ha exigido, si nadie ha tenido el más mínimo interés porque de algún modo se le resarciera por las barrabasadas que le han hecho, si, encima, la gente sigue teniendo la intención de votarles (a unos y a otros partidos) en la próxima convocatoria a elecciones. ¿Dónde están sus responsabilidades para con un pueblo donde se sustentan? En ningún sitio, pues ellos se hallan exentos de cumplir la ley; porque si no les gusta o tienen la intención de saltarla, pues se cambia y punto. Y, por supuesto, aquí no se encuentra ni sombra del bien común, sólo el interés particular.
Aquí seguimos, sentados en nuestros mullidos sofás pagados a plazos devorando serie tras serie en nuestras plataformas de alquiler, sin más interés que ver el siguiente capítulo del pienso compuesto que nos nutre como «ciudadanos libres». Mientras tanto, nuestro alrededor se está llenando de los escombros de las ruinas de lo que fuimos y nosotros sólo movemos el dedo para subir el volumen de nuestro televisor y así no escuchar el estruendo del país al caer. Porque si nadie hace nada, ¿por qué lo voy a tener que hacer yo?
A lo mejor, tenemos que esperar a que nos
castren la señal del wifi en todo nuestro territorio o encarcelen a un
delincuente con trazas de cantante de rap o se escupan, se traicionen y se
apuñalen dos dirigentes de un partido para que salgamos a mostrar nuestro
descontento a unas élites políticas que se burlan, se ríen y se mean en la cara
de todos y cada uno de los ciudadanos de este país al que conocemos como
España.
Nos ningunean, nos engañan y hasta se olvidan de nuestra existencia y nosotros discutimos por ellos, los aplaudimos y se nos abren las carnes en canal cuando, cada cuatro años, se acuerdan de que tenemos que «elegirlos» y sin taparnos las nariz dejamos en la urna la papeleta donde figuran sus nombres.
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