GOLPES

 

A Chus.

Cuando la muerte viene y se presenta en la figura de alguien querido, de un amigo o de un hermano, y te golpea de manera inopinada un derechazo en la mandíbula que la deja dolorida y tiritando, la tribulación se hace fuerte en nuestro cuerpo, abre una grieta profunda de angustia en  la parte más profunda del alma, una grieta que supura en forma de lágrimas con un fuerte sabor a sal. Dicen que el tiempo lo cura todo y que después del invierno se acerca con prisa la primavera, que barre los últimos restos de hielo y las últimas hojas secas de las aceras. Eso es cierto, pero los labios de la brecha nunca, por mucho que queramos, van a acercarse para cerrar un duelo que nos atenaza. Pero esto no ocurre por algo, y ese algo es porque Dios no cree necesario que la herida se cierre en falso y el olvido de las personas que se han marchado a su seno nos hagan vivir una vida  incompleta, falta de esencia, escasa de valor.


            El tiempo lo que hace es que el recuerdo deje de doler, de apretar con su puño nuestro corazón o de que se acumule la tristeza conformada en llanto. Porque el recuerdo, en este caso, se ha convertido en las alas de un ángel que nos hace germinar  la semilla de una sonrisa en nuestro rostro y aprendemos ese ratito o pequeño instante en el que a diario acude a nuestra memoria para materializarse en algo tangible, enriquecedor  y, sobre todo, bello…Muy bello. Y es entonces, y solo entonces, cuando la tristeza se aleja y deja paso a la alegría de vivir. Y la añoranza de ese hermano que tuvo que hacer las maletas de modo precipitado nos deja el regusto de su olor en la conciencia, en nuestro corazón y en el de las personas que nos van a escuchar una y mil veces, si es necesario, las bondades, las virtudes y sobre todo el amor que le profesábamos y le seguimos profesando, porque, a pesar de que se ha ido, nunca nos dejará solos sin poder guarecernos de la humedad del aguacero, del frío de la intemperie o del calor extremo de un desierto sin oasis.

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