¡FELIZ VIAJE!
Con las nubes en el exilio, el cielo en pleno trance de un desmesurado azul y con un sol remozado y experto en caldear el aire que nos rodea, se inició la temporada vacacional. El españolito de a pie, peatón impenitente del asfalto de la ciudad, coge sus cada día más mermadas vacaciones, reúne a los miembros de su familia y entre todos, como fiesta patronal, preparan una maleta con dos mudas, un buen de chanclas compradas en el todo a cien y un buen puñado de esperanzas de disfrute. Con verdadera resignación cristiana carga a su digno descendiente del 600, la maleta, la sombrilla, la suegra refunfuñante y, tras conectar al heredero de la guía de carreteras y colocarlo en lugar visible, se lanzan a surcar un camino que no por conocido, resulta menos excitante. Gracias al aire acondicionado del 600 con dirección asistida, la cara de alcachofa en vinagre de la suegra se atempera con la brisilla fresca que mana del interior del vehículo y absorta se queda al ver a través de la ventanilla los campos de cereal recién cosechado. Gracias a la música de gasolinera almacenada en un pequeño dispositivo USB, la mujer, el niño, el perro y la suegra entran en un estado de sopor veraniego y reconfortante que hace que el conductor se arrellane, se crezca y se expanda por todo el asiento de su 600 híbrido.
Decidido a devorar uno a uno los kilómetros de autovía que le separan del infierno de la playa, la tierra de la montaña o el cielo del pueblo, su pie derecho acelera y sus manos cansadas de tanto trabajar en una áspera ciudad se aferran a la rosca suave y ergonómica de su flamante último modelo. Los hitos kilométricos son los chivatos de la cárcel que le dicen con el sigilo que les da la velocidad que el destino se va acercando. Las señales de diferentes formas, tamaños y colores se encargan de arrancar de la monotonía castellana al avezado peatón reformulado en conductor de primera. Los paneles luminosos son… ¡Un momento! Los paneles luminosos no son lo que esperaba, sino todo lo contrario: Una leyenda escrita con puntitos anaranjados de luces artificiales le recuerda que, en la carretera, mucha precaución y, abajo del todo, en la última de las líneas, le desean un «FELIZ VIAJE».
—¿Feliz viaje?— se pregunta el conductor veraneante, que momentos antes se arrellanaba en el asiento que hay justo detrás del volante—¿Cómo que feliz viaje?
La Dirección General de Tráfico, guiada por un sucedáneo de juriconsulto, quiere que este conductor tenga un feliz viaje. ¡Hombre! Feliz, lo que se dice feliz, será si al humilde peatón reformulado en conductor le da la real gana. La Dirección General de Tráfico, el Gobierno en pleno y todos y cada uno de los cargos electos de España entera no tienen que velar por la felicidad de nadie—de esas cosas ya nos encargamos los propios españolitos, si queremos, claro—, sino que se tienen que encargar de que las carreteras, la señalización y hasta las cunetas se encuentren en un estado óptimo de uso, que para tales menesteres les pagamos la miríada de impuestos que pagamos. Y no disminuimos los números de nuestra libreta bancaria para que nos hagan felices. Pero estas últimas hornadas de políticos de medio pelo y pocas cosas que hacer —porque no quieren, porque tajo hay de sobra para todos— se empeñan de uno u otro modo en meterse en nuestra forma de ver, de sentir o de pensar, en definitiva, en meterse en nuestras malditas vidas, para repetirnos una y otra vez, una y otra vez el mantra de que nuestra felicidad también depende de ellos. «Van ustedes a pagar la electricidad a precio de coltán, van a pagar más por los productos de primera necesidad y les vamos a freír a impuestos, para así mantener nuestro nivel adquisitivo bordado de lujo y placer, pero ustedes, humildes contribuyentes, ustedes van a ser mucho más felices». Este podría ser el discurso real y sincero, y que nunca van a entonar, de cualquiera de los prebostes encargados de dirigir la nación, cualquier región o el más ínfimo de los ayuntamientos de nuestros pueblos.
¿No se ha parado a pensar que a lo mejor yo no quier ser feliz?—pregunta el conductor del del año dos mil veinte. «Claro que no. Eso es de disidentes. Usted tiene que ser feliz por cojones, porque si usted es feliz y está contento y se regocija en el mundo que yo, político de turno, he modelado a la medida de su felicidad, usted, humilde peatón, bajará la guardia y será carne de cañón para convertirse en fajador de todas la manipulaciones a las que estamos dispuestos a someterle y usted, en ese estado de gracia que le deja una cara de bobalicón que para qué, se las tragará y, lo más importante, depositará con una felicidad desbordante su voto en una urna cuando le toque. Y, de este modo, me perpetuaré en el poder o, mejor aún, en los beneficios que de él se destilan, como el buen whisky».
Y, entretanto, el conductor que con el digno heredero del viejo 600 se dirige a la playa, la montaña o a su pueblo ve cruzar a una comitiva fúnebre bajo el arco luminoso que les desea «feliz viaje». Y no puede dejar de imaginar la cara de estupor del padre, del hermano o del hijo del fallecido que, de cuerpo presente, realiza el que será su último viaje, cuando lea ese «feliz viaje» tan improcedente. Y el humilde conductor piensa que un «buen viaje» al final del cartel luminoso hubiese librado a este juntaletras toda esta parrafada y a ese señor de Cáceres, pariente, para más señas y único lector del susodicho, el sopor de tener que leerlo.
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