¿Dónde están los niños?
Tengo por costumbre comprar el periódico en papel, como Dios manda, al menos una vez por semana. Ya me gustaría a mí disponer del tiempo suficiente para poder comprar, y, sobretodo, leer la prensa escrita (y en papel) a diario. Pero no puede ser.
Estaba yo en una de esas lecturas semanales sobre un papel que terminará sus días enfrascado en el ejercicio del noble arte de la limpieza de los cristales de mis ventanas, cuando me di de bruces con un artículo que habla sobre las voces que tienen los «asistentes digitales en casa». El texto trataba sobre las locutoras o actrices del ámbito del doblaje que ponen su voz a esos cacharritos que al preguntarles nos contestan en base a las millón y una cosas que se encuentran al navegar por el mar bravío de internet. Son cacharritos que sin la necesidad de teclear ni de utilizar el desprestigiado don de la lectura, nos informan de viva voz de la información que deseamos (¿necesitamos?) conocer en ese mismo instante y que a los dos minutos y veinticinco segundos arrumbaremos a la más profunda sima de eso que un tío con mucha memoria denominó olvido.
Pero lo que me llamó la atención sobremanera no fue conocer con nombre y apellidos a quien pone la voz a esos aparatos, ni siquiera ver su imagen en una fotografía y de este modo poner ojos, nariz y boca a quien me dirige al lugar donde no sé si quiero ir pero al que sí quiero llegar; tampoco me llamó la atención que me explicaran las bondades de estos aparatos del demonio en mil palabras negras como la pez sobre el blanco sucio del diario. No. Lo que verdaderamente atrajo mi mirada, mi interés y mi cabreo (todo hay que decirlo) fue la ilustración que a todo color acompañaba al texto.
En ella se puede observar a un matrimonio, intuyo que joven por el moderno peinado que luce el gachó, ella por el contrario no me parece tan joven, de urbanitas irredentos (nadie se ajusta el nudo de la corbata de seda para ir a labrar al campo), que se sitúan con verdadera alegría alrededor de una especie de altavoz que destila una forma cilíndrica. Tiene la imagen cierto aire belenístico, pues no es difícil entrever el carácter de adoración a un nuevo y refulgente «Dios» en la inclinación reverencial de los cuerpos de ambos miembros del ¿matrimonio?. Y en ese paisaje como de figuritas de Belén no podía ausentarse el can familiar que, con la lengua fuera, también honra, reverencia e idolatra al aparatito de marras. De los tres personajes surgen unos «bocadillos» a todo color en los que se puede ver a un espléndido sol y una interrogación, la de cerrar (no vaya a ser que pongan la que se encarga de abrir las preguntas y nos tildes de poco modernos), que sale de la boca de él; un avión y el mismo signo ortográfico, para ella y, como remate, un hueso con el signo ya presentado en los otros dos personajes con un aire quebrado, como si fuera el resultado de la pregunta que se hace con ladridos en lugar de sílabas, palabras u oraciones, para la mascota de la casa.
No es necesario ser discípulo o pupilo aventajado de Holmes para deducir que en este cuadro se echa en falta la presencia de niños. No hay ningún rorro que ose preguntar al cacharrito por algún tipo de juguete de esos que ahora están de moda, un juego de ordenador o de la vulgar consola de videojuegos. Nada. No hay niños. Han desaparecido. Han sido sustituidos por los inseparables perros. Es como si el núcleo familiar estuviera exento de tener niños entretenidos con un scalextric en el suelo del salón, con el balón ensuciando el blanco níveo de la pared de su dormitorio o con una partida de parchís en la mesa grande del comedor con sus padres y mayores. Parece, o no lo parece sino que lo es, que las mascotas tienen el encargo de sustituir a los legítimos herederos de las familias de hoy en día. Y no lo digo sólo por la viñeta de marras, sino que lo digo porque con estos ojos que Dios me ha dado lo veo a diario en la calles, en los parques y hasta en los restaurantes de cualquiera de nuestros pueblos o de nuestras ciudades: los dueños de los perros se dedican a humanizar a sus mascotas hasta límites insospechados. Y para tal tarea no escatiman en arrumacos, besos en los hocicos o llamarse a sí mismos, con una cursilada ubicada en el punto exacto del gatillo del vómito, «papá» o «mamá» de la criaturita animal. Todo este tipo de trato no deja de sorprenderme y me genera una serie de reflexiones y preguntas de entre las cuales destaco la que me lleva a pensar que si ella es la mamá del perro ¿acaso no será ella misma una perra, que es el lugar natural de donde provienen dichos animalitos?
No lo sé. Sólo sé que yo lo veo cuanto menos grotesco.
Que las mascotas han venido a sustituir a los niños, no me cabe la menor duda. Es normal. Y esto que termino de afirmar necesita una explicación. A ver por dónde empiezo: un niño, cuando es bebé, necesita de toda nuestra atención, cariño y cuidados; no podemos permitirnos el lujo de dejarle solo ni uno solo de los instantes que el día nos regala; hemos de amamantarle (ellas) y nuestras turgencias de foto censurada de instagram se resienten del esfuerzo para el que fueron diseñadas en origen; cuando crecen, a los niños, no a las turgencias, les da por desarrollar una personalidad tan única y especial que les puede llevar a no ser especialmente obedientes a las órdenes que les damos, tampoco cagan y mean cuando nosotros deseamos, nos apetezca o necesitemos y, lo peor de todo, pueden llegar a cometer la osadía de llevarte la contraria o rebatirte ese poso espeso de imbecilidad que nos caracteriza como hombre (o mujer) moderno (o moderna). Es por ello que nos resulta mucho más fácil, menos engorroso y mucho más placentero tener a una mascota obediente, leal y agradecida (porque lo son) que un hijo contestón, rebelde y desagradecido (porque también lo son).
Y de este modo llegamos a un modelo de familia en el que la sustancia de la misma, que no es otra que la propia descendencia, no está ni se la espera. Se convierte en un modelo de «familia» descafeinado, sin azúcar, sin más sal que la propia con la que se sazonan las comidas. Y nos dejamos olvidado en lo más profundo de un baúl por carca, por anacrónico y porque necesita de una buena dosis de responsabilidad, coherencia y madurez, a ese modelo de familia con hijos, padre, madre y, por supuesto, perrito que les ladre.
Porque los canes nos han acompañado durante toda la vida, pero no se acercaron a nuestras aldeas neolíticas con la intención de venir a reemplazar a los niños, ni desde aquellos entonces les hemos tratado como las personas que no eran, no son y tampoco van a ser, por mucho que como a ellas les tratemos, ni les hemos puesto por delante en la escala de valores que nos ha regido desde el origen de los tiempos. Porque no hay que olvidar que no dejan de ser animales; animales a los que tenemos el deber moral de cuidar, proteger y alimentar en su caso, pero nunca de anteponer o sustituir al ser humano, y mucho menos a los niños.
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