A pie de acera

 

A todas luces y a nivel de acera, el racismo está más que superado en esta sociedad nihilista, superficial y desvergonzada en la que sin remedio nos ha tocado vivir. Esto no es un obstáculo para que haya algún que otro descerebrado que crea en la superioridad de tal o cual raza sobre las demás. Esto está claro, cada pueblo tiene al menos un tonto, aunque siempre tocamos a más. Y, en estos oscuros tiempos en los que por todo nos ofendemos, tampoco hay que negar que pueden existir frases, dichos o incluso refranes que a los ojos del ser humano de cristal de Bohemia de nuestros días, pueden tener algún barniz que se considere racista. Aunque, por supuesto, no se digan con esa intención y solamente sean chascarrillos interiorizados que reverberan en el momento justo en el que han de manar.

Del mismo modo, las dicotomías izquierda—derecha, rojos—azules, buenos—malos se encontraba más que superada en aquellos lejanos años en los que uno se carteaba con sus novias de juventud. Ni siquiera los abuelos que, de jóvenes, empuñaron un fusil en uno u otro bando hacían ascos a sentarse en el banco del parque a esperar que diera la hora de comer en el reloj del Ayuntamiento con los que lucharon al otro lado de la trinchera en el Ebro; ni entre sus conversaciones, evocaciones y recuerdos de una cruenta guerra no desdeñaban o retiraban la palabra a quien con él se sentaba. Porque ambos sabían a la perfección que los horrores de una guerra entre hermanos sólo los conocen quienes lo han sufrido, quienes han pasado las calamidades, el hambre y el miedo al abrigo de un agujero que les protegía someramente de los balazos; quienes a ciencia cierta y por propia experiencia saben la desgracia que es tener que disparar hacia el otro lado a alguien que bien podía ser un amigo de tu pueblo, tu propio hermano o ese padre al que tanto querías. Y esos que conocían de cerca la guerra, se sentaban juntos en un banco de madera y discutían (porque discutían), pero al día siguiente se volvían a encontrar y volvían a arreglar el país, se quejaban de la indiferencia con que los hijos les trataban o de la partida de julepe que siempre tenían pendiente.

Pero esa armonía, esa calma chicha o ese remar en una misma dirección no era lo más conveniente para unos dirigentes incapaces de afrontar y, por supuesto, solucionar los problemas reales de paro, inseguridad o corrupción política que atenazaban a un país que, se supone, gobernaban. Existía una necesidad de distraer al personal contribuyente con problemas que no existían. Tenían que dividir a la sociedad, emponzoñarla con discursos incendiarios y hacer que una grieta insalvable se abriera entre los españoles. Pues bien se sabían el dicho popular que dice que a río revuelto, ganancia de pescadores.

Y el españolito de a pie, el contribuyente del IRPF, el peatón misericordioso picó sin remedio en el anzuelo cebado con la bilis política de los ineptos gobernantes. Y una vez envenenados y con el resentimiento que una vez estuvo muerto, enterrado y, por fin, olvidado campando por entre nuestros glóbulos rojos, nos dedicamos nosotros mismos a separarnos, a distanciarnos y a odiarnos como enemigos irreconciliables por los siglos de los siglos. Así, de este modo, el plan había salido a la perfección. Desde arriba, desde el poder, se conseguía fragmentar lo que desde abajo, a pie de acera, los españolitos habían conseguido, con mucho esfuerzo, unir.

Todas estas fracturas, desuniones y divisiones han hecho aflorar ese espíritu cainita que nunca ha abandonado a esta patria nuestra. Aunque estuvo aletargado por un tiempo. Esto, unido a la leña o gasolina que constantemente vierten sobre el fuego los poderes políticos, hace que vivamos en una riña de gatos constante, interminable, sin tregua. Y, lo peor de todo, es que mostramos nuestra particular guerra en cualquier situación sea o no sea conveniente, debida o propicia. Como por ejemplo unos Juegos Olímpicos, un concurso de bailes de salón o el cumpleaños infantil de turno. Todo nos viene bien para enfrentarnos y, si no lo hacemos, siempre existirá el twit oportuno del político, que no teniendo nada mejor que hacer, se despacha a gusto con eso de cizañear a la parroquia. Y la parroquia cerril y poco acostumbrada a pensar por sí misma se enzarza en batalla sin igual con el «enemigo», sin importarle una mierda si se trata del vecino del quinto, su hermano o su propio padre. Sólo porque lo ha dicho ese político que, como el emperador en el circo, se frota las manos ante ese vulgo peleado. Pero no sólo se dedica a frotarse las manos, pues es un verdadero especialista en hacer creer a quien con todo su ahínco le sigue que las consignas de saldo, las pancartas de todo a cien y el pensamiento de rebajas son propiedad exclusiva de ese humilde seguidor, que el solito, sin ayuda de nadie, ha llegado hasta ahí; cuando la realidad no ha sido otra que la vil manipulación, la división a la que han sido expuestos y, lo más importante, el rédito político que todo ello aporta a quien sin miramientos vacía el bidón de gasolina en la hoguera de la discordia nacional.

A pie de acera, tenemos que ser inteligentes y frenar toda esta imbecilidad y dejar de corear las consignas envenenadas que nos lanzan para estar siempre a la gresca. Sólo nosotros somos o seremos capaces de no entrar en un juego en el que siempre sale vencedor el encargado de enturbiar las aguas del río donde luego tranquilamente se va a dedicar a pescar.


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