El becario que nunca fui
En estos tiempos de verano en el que los estudiantes descansan sus ojos del intenso trabajo al que les han sometido en sus estudios de la EVAU o evaluación para el acceso a la Universidad o selectividad de los tiempos pretéritos. En estos calurosos tiempos en los que medallistas olímpicas de apenas diecisiete años, unos días antes se habían coronado con un trece de catorce en dicha prueba; la olímpica no, la académica. En estos tiempos en los que los libros de textos quedan arrinconados en los trasteros de los pisos o sirven para encender la barbacoa con los amigos del chalecito en las afueras. No puedo reprimir mis recuerdos de aquellos años mozos en los daba de pastar a mis futuras dioptrías en la preparación de mi selectividad. La Selectividad.
Y, a pleno sol veraniego, al descubrir las notas comenzaron las luchas internas en mi cabeza para elegir la carrera que me iba suponer el sustento propio y de una familia que se me antojaba lejana. ¿Filología o periodismo? Maldito letraherido que soñaba con tener callos en las yemas de los dedos de tanto teclear las letras descolocadas de la máquina de escribir.
Si me decantaba por estudiar la carrera de periodismo, ya me imaginaba ataviado con sombrero borsalino y encargado, como buen becario, de la sección de necrológicas de un periódico de tirada nacional, de esos que se compraban en los quioscos y se leían en los bares bajo el aroma de los churros, el café con leche y las máquinas tragaperras. Y era feliz. Pues durante mi juventud mi hice adicto a comprar, y leer, el periódico los domingos; otros de mi generación se hicieron adictos a otras cosas que luego, pasado su efecto, no podían utilizar sus madres para limpiar los cristales. Y esa adicción me llevaba a abrir el periódico, nunca supe por qué, por la sección de necrológicas. Me fascinaban, y aún lo siguen haciendo, las esquelas del tipo Manuel Periañez Sotillo, falleció en Madrid habiendo recibido los últimos sacramentos. Su apenada esposa, sus hijos y nietita «Cuqui» le echarán mucho de menos.
Me fascinaban esas cruces con un color de tinta todavía más negro que el común de las letras, como si estuviera de luto por el difunto, como si acompañara a los familiares en el sentimiento, como si la sotana de quien le dio la extrema unción se hubiera descolorido en esa cruz inevitable que le acompañará en el trayecto sólo de ida al purgatorio, al infierno o al deseado cielo. Esos textos en los que entre un jardín de flores de lugares comunes, a veces, deslumbraba un texto original o diferente como el de murió entre los suyos a los que no dejó nada para repartir, que dejaban a los herederos sin estar apenados pero sí muy cabreados; o aquel otro en el que a la desdichada viuda se la ponía a caer de un burro zamorano al decir, entre otras cosas, que mi vida fue un suplicio a tu lado.
Me divertían los domingos de la sección de necrológicas y me hacían sentir un poco calavera, esqueleto o un gótico de esos que se tiran la vida de negro, pálidos como guiris al apearse del avión en Son Sant Joan para disfrutar del verano, y adorando a la muerte hasta que la parca se arrima demasiado a su costado. Pero luego se me pasaba cuando me metía en la harina del resto de noticias y de los miles de suplementos e incluso libros que acompañaban a la tirada del domingo por la mañana.
A día de hoy, sin empezar periodismo ni terminar filología, me paro a ver todas las esquelas que me encuentro pegadas con cinta adhesiva a las paredes de los sitios que frecuentaba el fenecido y se me acercan a la mente los recuerdos de aquel becario imaginario que nunca se calzó un sombrero borsalino ni se encargaba de las sección de necrológicas que había dejado bacante un becario anterior, que había aprobado las oposiciones a ujier del ayuntamiento ese mismo año, ni tampoco le dio por terminar de estudiar la carrera de filología para tener las yemas de los dedos a reventar de callos de tanto teclear en su vieja olivetti de letras descolocadas.
Me gusta leerte.
ResponderEliminarMuchas gracias. Procuraré no defraudar.
Eliminar