«Sanfermines»
Ayer fue San Fermín. Un San Fermín de calles Estafetas vacías, de chupinazos mudos que no aletean en el cielo claro de Pamplona, de pastores despojados de sus varas y de toros invisibles. Un San Fermín desolado que nos aleja sin remedio de una Plaza del Castillo sin gente, sin fiesta, sin Hemingway. Un San Fermín que no nos deja triste al final sino al principio de la fiesta, al que no se le puede cantar periódico en mano, al que no se le puede rezar para que la carrera sea limpia.
Pero, y esto es un consuelo, ya queda menos para los próximos «Sanfermines», para calzarse las alpargatas, el pañuelo rojo y la boina. Esperemos que sí, que el año que viene se celebren como Dios (sí, en mayúscula) manda, con sus toros bravos y sus mansos (¡qué manía de denominarlos como lo que no son), con sus botas de vino y sus guiris con pronóstico reservado por herida de asta de toro, con sus corrales de Santo Domingo y su callejón de entrada a la plaza de toros.
Y también queda menos para el Orgullo, las manifestaciones del 8 de marzo (lugar donde reivindican las personas que tienen en sus manos solucionar tal reivindicación. Lo nunca visto) y las algaradas por cualquier motivo con las fuerzas policiales en servicio. Lo que diferencia esto de los «Sanfermines» no es otra que estos volverán sin haber tenido la necesidad de haberse ido, pero sólo porque no les ha interesado que se marcharan.
Pero los «Sanfermines» se tenían que ir, pues cumplen una serie de requisitos que son indispensables y que no satisfacen las otras aglomeraciones de gente arriba mencionadas: es una fiesta que venera a un Santo del orbe católico; hay una Fiesta esencialmente taurina en sus calles (¡Por el amor de Dios! ¡Con lo que eso contamina!) y, encima y para más INRI, genera riqueza entre los pamplonicas de bien (y los de no tan bien). Se dan todos y cada uno de los requisitos para hacer proscrita a esta celebración internacional, por cierto; aunque siempre hay algún tonto con ganas de remediarlo al descolgar una ikurriña gigante de algún balcón (a ser posible, oficial). Sacar a relucir las ikurriñas no tiene otro objeto que hacer que se rasquen de la urticaria ciertos sectores sociales y de convertir héroes de papel de fumar (porros) a los avezados abertzales que las ondean. Pero con la tontería, han logrado arrinconar a las cadenas que se ganaron al moro en la batalla de las Navas de Tolosa y se han apoderado del último de los reinos ibéricos que pasó a formar parte de la corona de España. Pero eso da para otro artículo. Porque en este lo que importa es que están arrumbando a la tradición (que nos forma, que nos forja y que nos identifica), como se arrumban los muebles viejos en un desván, para que se vaya derrapando por las carreteras del olvido y, así, de este modo, apoderarse de lo poco inmaterial que nos queda. Luego, una vez conseguido, seremos peleles a merced del viento con el que se nos sople.
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