Mis terrores favoritos

 

Hace un poco más de una década que fui padre. Desde entonces me he ido dando cuenta, poco a poco y como el que no quiere la cosa, que cada vez tengo más miedos. Gracias a Dios, todos ellos son miedos difusos, abstractos o del todo irreales y casi todos están relacionados de una u otra manera con la salud, la integridad o la seguridad de mi heredero. Me descubro con pavor revisando las ventanas del cuarto piso donde vivimos, no vaya a ser que se pueda precipitar desde ahí mi hijo; aseguro a conciencia todos y cada uno de los elementos de seguridad, pasivos y activos, de cualquier vehículo, a motor o sin él, en el que pueda ir montado mi pequeño; anhelo el momento en el que la llave que le hice el otro día haga girar el bombín de la puerta de casa y ver que llega sano y a salvo de cualquier circunstancia adversa que le haya podido surgir en los cinco minutos que nos separan del colegio religioso donde realiza su último curso de primaria.

    Me acojona sobremanera su incierto futuro.

    Puedo ser paranoico. Lo sé. Lo soy. Pero reflexionando sobre los tiempos jóvenes y felices, a pesar de todo, me doy cuenta de que yo no era miedoso, sino más bien todo lo contrario. No había situación de riesgo que no me atrajera, que no me hiciera sentir la adrenalina tocando la batería por mis venas. Pero, amigo, desde que mi estado civil cambió y, por ende, me adueñé de la palabra padre, esa adrenalina comienza su concierto cuando intuyo, veo o imagino cualquier tipo de peligro para mi hijo.

    Mucho ha cambiado el cuento. Es cierto.

    Y tal vez sea por eso por lo que me he hecho un estudioso del miedo. A veces nos acosa por la noche, en medio del descanso merecido y nos hace despertarnos a voz en grito y rodeados de un océano de sudor propio. Otras, por el contrario, nos seduce al caminar por la calle y cruzarnos con el matón que se pavonea por el barrio, sí, el que todavía no ha encontrado la horma de su zapato que le meta en vereda, y nos mira con cara desafiante de te voy a partir la cara de manera gratuita, sin que me tengas que pagar nada. También nos ataca cuando al circular con nuestro coche, tras un balón, aparece un rorro sin el sentido del peligro todavía demasiado desarrollado en medio de la calzada y nuestro pie derecho, no sabemos cómo, nos duele del frenazo que hemos dado para salvar la vida del pequeño, y, como no puede ser de otra manera, nos imaginamos que el niño salvado por nuestro pie derecho podría haber sido al que con tanto cariño llenamos de mimos en nuestra casa.

    Pero yo, en lo más profundo de mi rareza, tengo un terror cuasi inconfesable. Un terror que hace que se me eleven los vellos de los brazos hasta tocar el techo de la estancia donde me encuentro. Un terror que pocos conocen, pero que me impide conciliar el sueño con la normalidad del que no usa fármacos para tal fin. Es el terror que tengo a ir de visita a la casa de alguien que me hayan invitado (no soy de esos conocidos a los que yo llamo testigos de Jehová, que acuden sin ser llamados ni esperados ni deseados) y encontrarme con las estanterías vacías de libros. Unas veces suplen tamaña desvergüenza con una suerte de historia familiar plasmada en fotografías (a color, en blanco y negro o en los tonos sepias del olvido) que cubre todas las baldas. Otras veces, con adornos de todo a cien que no hacen sino sepultar el estilo de las casas y el mérito de sus moradores. Y, por último, y espero que sean las menos, esos estantes vacíos, que no tienen otra cosa que una interesante acumulación de polvo. Todo esto me provoca una ansiedad que se traduce en un insomnio latente que me impide el normal desarrollo de mi vida, sin desfibrilaciones ni ansiedades ni hiperventilaciones varias.

    Otras veces me pregunto si, a sabiendas de mi visita y conociendo estas fobias tan mías y tan propias, no esconden en el canapé, en el interior de los muebles de cocina o en la alacena todos los libros que una casa medio decente ha de poseer. De este modo, la visita se acorta y me largo despavorido a un sitio, como puede ser mi casa o la biblioteca pública o una librería del centro, sin dirigir la mirada hacia atrás ni una vez siquiera. Pero esa absurda, como yo, idea se me pasa al comprobar por propios comentarios a viva voz, que la escasez de libros en los anaqueles no es síntoma sino consecuencia de que se acumule el consistente polvo, y no sólo en las estanterías vacías.

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