EMPODERAMIENTO O ENDIOSAMIENTO
«En el principio era el verbo». Es decir, Dios. Ese Dios único, sobrenatural, omnipotente. Ese Dios digno de un culto monoteísta. Y Dios estaba en el centro de toda vida, porque así lo era, porque así lo debía ser.
Pero, como ya proféticamente se anunciaba en el Génesis, el hombre (Adán y Eva) se vino muy arriba y se creyó el ser más fuerte de la Creación; tan fuerte como para ser capaz de derribar a un Dios único, sobrenatural y omnipotente. Y así lo hizo. Se empoderó de tal manera que se le subió a la cabeza eso de que era invencible, todopoderoso y, en la mayoría del tiempo en el que ocupa su vida, inmortal. Porque yo lo valgo.
Pero una vez que el Dios digno de un culto monoteísta fue derrocado y sus estatuas vandalizadas, pintarrajeadas con espray de colores y, por último, derribas ante una turba excitada, el hombre (¡y la mujer, oiga!) empoderado se encontró con un agujero oscuro a la altura de su estómago. Para entonces y como si de un viejo curandero o chamán se tratara, tuvo que recurrir a los viejos dioses domésticos romanos, pero, digamos, un pelín customizados, tuneados o, simplemente, caricaturizados. Los Lares, Manes y Penates a los que se rendía culto en los hogares del Imperio Romano se tornaron en otros dioses más prosaicos o mundanos como el deporte en gimnasios de olores almizcleros, el dinero que se obtiene jugando a la bolsa, a la banca y a la usura sin adjetivos o el sexo con sudor a todas horas, en todas las posturas y, por supuesto, cueste lo que cueste. Entre muchos que son el remedo de los romanos Genio (para ellos) o Juno (para ellas), es decir, los dioses personales de cada uno de los habitantes de los domus, y también bendecidores del lecho conyugal y de la unión sexual marital. Y con estos últimos, llega el empoderamiento a la cota más alta que jamás pudo llegar a soñar.
Pero, de repente ( o no tan de repente), estos diosecillos con aspecto de duendes de jardín no llegaban a colmar las necesidades de algunas personas a las que les dio por echar de menos algo. Un algo profundo; un algo de esos que tienen un gran parecido con la sensación de hambre ante la visión del plato vacío; un algo que araña las entrañas hasta que hace brotar el maná de la sangre. Y se dieron cuenta de que andaban haciendo submarinismo en un vacío existencial que su propio endiosamiento de pies de barro les había provocado sin remedio. Muchas de estas personas se desnortaron y se lanzaron a la calle en busca de algún componente químico que les aliviara de los golpes, moretones y magulladuras de su propio derrumbamiento como personas ávidas de deseo. Y la química que siguió a la física ley de la Gravedad apenas hacía unas ligeras cosquillas, como de plumero, en la herida abierta del alma.
Pero lo que les hacía falta de verdad no era la química, la lucha feroz contra la física o el empoderamiento disfrazado con los harapos que sólo le puede dar el endiosamiento, no. Lo que les hacía falta de verdad no era otra cosa que plantar con firmeza los pies en el suelo y levantar bien alta la mirada para poder ver con claridad el rostro de un Dios al que es imposible derrocar, y volver a Él y olvidarse de esos diosecillos que con alma de diablo nos hacen creer que podemos ser lo que queramos, creernos lo que ni somos ni vamos a ser o sentarnos en el trono que no nos corresponde, pues no es el nuestro.
Quiero más, me encanta leerte.
ResponderEliminarPues seguiré en la brecha. Gracias.
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