Desmembramiento familiar

 

Por desgracia, conozco a muchas personas que han firmado el finiquito de su matrimonio y que con diferentes tipos de suerte han intentado que la familia se destruyera lo menos posible. Aunque tenemos que partir desde el punto de inicio que cuando sale a escena el personaje del divorcio, que ahora nos resulta tan moderno, tan común e incluso tan necesario, entre bambalinas ocurre el desmoronamiento violento del puente sobre el que se edifica cualquier familia. Y dicho desmoronamiento es brutal, hace un ruido ensordecedor y todo lo que hay a su alrededor lo deja a rebosar de un polvo espeso. Muchos de los interesados, o mejor dicho, de los actores principales, intentan apuntalar uno a uno y con muchos esfuerzo los sillares del puente, en un intento por evitar, aunque sólo sea de modo temporal, lo que al final y sin duda habrá de dejarse encandilar por la ley de la gravedad. De la gravedad de la tierra y de la gravedad de las heridas que deja a su paso. De ambas.

Hay otros (actores principales) que se reinventan (¡por Dios, cómo odio esa palabra!) y descubren un mundo de oropel, de divorciadas que acaban de teñir sus canas de una rubio platino poligonero y de luces de neón que parpadean con llamativos colores primarios. Pero ese mundo al que dejaron de pertenecer hace demasiados años no los fagocita como hace con los jóvenes, sino que tras las náuseas, las arcadas y por fin el vómito los arroja bien lejos de su punto de partida y directamente a los brazos de los ansiolíticos, de los grupos de terapia y de los psiquiatras de bata blanca y diván de terciopelo.

Es muy seguro que habrá mil tipos más de actores principales, pero pocos, o ninguno, como la familia, ya en fase enfisematosa, que conozco de lejos. Pongo el caso: Matrimonio con dos hijos (¡Qué alegría, ya tenéis la parejita!), que por circunstancias en las que no puedo, ni debo, ni quiero entrar, ponen fin a lo que al principio suponían una historia de amor duradero con final feliz. No sé muy bien cómo, porque carezco de los detalles legales, hacen el reparto de los bienes obtenidos durante el tiempo que dura el sí quiero. Ya saben ustedes (perdón que les hable de usted): la casa del centro de Madrid para mí, la de la playa para ti; el utilitario biplaza para ti, el Mercedes clase A full equip para mí; la ropa de caballero para ti y la de fémina para mí. Y así todo. Y cuando digo todo, es todo. Incluido los niños. El niño para ti, que te has llevado la ropa de caballero y la niña para mí, que me he llevado las faldas, los sujetadores y el resto de la ropa de dama que teníamos en el flamante vestidor de nuestro dormitorio de (¿)matrimonio(?). Tal cual. El padre se ha quedado con el niño y la madre con la niña. Alucinante o alucinógeno. Ambas.

Y por lo que se ve sentado sobre las almohadillas del tendido número siete, la faena no se ha tenido que dar nada bien en el ruedo del mano a mano entre ambos diestros (o, más bien, siniestros). Ambos infantes siguen, como sucedía en la plenitud del contrato matrimonial, acudiendo al mismo centro escolar (antiguamente colegio o escuela). Da mucha penita verlos acudir a la puerta en compañía de sus respectivos tutores (porque, al quedarles tan grande la palabra padres, no hay otra manera humana de poderles llamar) y ver cómo no sólo se ha separado un matrimonio y se ha destruido del todo una familia, sino cómo se ha envenenado a dos hermanos pequeños que ni se miran ni, por supuesto, se dirigen la palabra. La diabólica apisonadora del divorcio ha hecho su trabajo de una manera brutal, pero, para él, del todo efectiva. Así, de este modo, del puente sobre el que se edifica el matrimonio y, por ende, la familia, no ha quedado ni el más vago recuerdo.

Y como no hay nada que nos una más que los potentes lazos familiares, cuando estos se desmiembran, sólo queda la intemperie. Y la intemperie es el frío que nos cala los huesos, que nos deja tirados por el suelo y a una deriva de la que siempre alguno sacará rédito. Un rédito que por cada familia destruida suman muchos miles de réditos. Y esos réditos no son otros que la manipulación cobarde, vil y diabólica que, del que no tiene maromas que se anuden al buen puerto de la familia, cualquiera con visos de poder hace de él.

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